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Puigdemont no es el presidente de los catalanes

La seguridad, la prosperidad y la cohesión social, ausentes de un discurso de fin de año dedicado a sí mismo

El expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, en el transcurso de la entrevista concedida a Reuters el pasado 23 de diciembre. En vídeo, su discurso en Nochevieja.Vídeo: REUTERS Firma: ERIC VIDAL
Lluís Bassets

Solo faltaba el discurso de fin de año para que desapareciera cualquier duda. Puigdemont no es el presidente de los catalanes desde ningún punto de vista. No lo es desde el punto de vista legal, ya desde el 27-S, cuando traicionó su compromiso de respetar y hacer respetar la legalidad estatutaria y constitucional y proclamó frívolamente la república catalana sin hacerse cargo después de las consecuencias políticas y jurídicas de sus actos. Tampoco lo es desde el punto de vista de la legitimidad de las urnas, pues no fue él quien obtuvo más votos populares en las elecciones el 21-D sino la líder del Ciudadanos, Inés Arrimadas. Pero lo que es peor, no lo es tampoco desde el punto de vista práctico.

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Puigdemont no piensa en el conjunto de los catalanes y no piensa ni siquiera en la idea histórica de Cataluña, en su prestigio, su prosperidad, su futuro, sino que dedica todo su discurso de fin de año a defender sus pretensiones más partidistas y sectarias: quiere ser el presidente de los independentistas y solo es el presidente de una parte de los independentistas.

La prueba indiscutible, diáfana, sorprendente, es que Puigdemont no habló en su mensaje de fin de año de los tres problemas más graves que ha sufrido Cataluña durante 2017. Los atentados de Barcelona y Cambrils del 17 de agosto provocaron 16 muertos y 130 heridos, buena parte entre turistas extranjeros. Y ahora en cambio, parece como si hubiera sucedido en otro país. El presidente destituido no tuvo ni una palabra de recuerdo por estas víctimas olvidadas, que muy pocos quieren recordar (Ada Colau, por cierto, sí lo hizo en su último tuit de 2017). Nunca el terrorismo yihadista había golpeado en Cataluña como este agosto; y los catalanes, empezando por nuestros dirigentes, preferimos no hablar ni mucho menos extraer lecciones de aquellos atentados.

Si no ponemos remedio, será la primera vez en que la economía española crece y en que Cataluña no actúa de locomotora, al contrario, puede ser un lastre

Este ha sido también el año que señala la entrada en una dinámica de declive que pronto puede ser imparable en cuanto al crecimiento económico, al vanguardismo hispánico en el crecimiento y a la atracción de capitales e inversiones, especialmente extranjeros. Las empresas se van, en vez de venir a instalarse entre nosotros. Nos hemos quedado sin banca y sin grandes multinacionales. Si no ponemos remedio, será la primera vez en que la economía española crece y en que Cataluña no actúa de locomotora, antes al contrario, puede ser un lastre. Hemos perdido la sede de la Agencia del Medicamento y entramos en una dinámica profundamente preocupante que solo alegrará a las ciudades que compiten con la capital catalana y con el hinterland catalán de raíces carlistas que ha detestado siempre a Barcelona tanto como Madrid, aunque lo disimule.

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Un tercer hecho de gravedad histórica extraordinaria ha faltado en el discurso de fin de año de quien tiene la pretensión abusiva de presentarse como presidente de los catalanes. Este es el año en que ha aparecido una división entre los catalanes como no se había visto otra desde la guerra civil. No hay un solo pueblo, sino dos como mínimo. Organizados por diferencias territoriales, lingüísticas, de origen y de renta, además de las ideas. Es lo peor que nos podía pasar. Y nos pasa porque hay unos dirigentes que se han dedicado a fondo a ello desde hace tiempo, sobre todo desde que decidieron que quien no fuera independentista merecía el calificativo despectivo de unionista, pronto comprado incluso desde Madrid. Ni una palabra por parte de Puigdemont, que solo habla para la mitad de los catalanes, los suyos, y solo le interesan las peripecias del independentismo y su propaganda, que son las suyas.

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No es bueno que haya políticos catalanes presos. Tampoco lo es que haya políticos huidos de la justicia. La convocatoria de las elecciones desde La Moncloa gracias al 155 es una desgracia, provocada sin lugar a dudas por quien teniendo el poder para convocarlas no quiso hacerlo en nombre de una fantasmal república proclamada sin consecuencias. Pero las más lamentables de las desgracias son el olvido a que están sometidas las víctimas del terrorismo del 17-A, el declive económico en que nos hemos adentrado los catalanes en los últimos cuatro meses y la división de Cataluña entre dos mitades que no pueden ni quieren entenderse.

Cuando a alguien que dice ser presidente de un país no le preocupan las cuestiones que más afectan a la vida de la gente, como son la seguridad, la prosperidad y la cohesión social, es que este dirigente político no es el presidente del país; y ni siquiera lo ha sido en los hechos cuando aún podía lucir del título legal que le correspondía.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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