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No existe un bloque del 155

La última invención del procesismo es convertir el 155 en una línea divisoria para presionar a los comunes

Lluís Bassets
El Consejo de Ministros, en la sesión en la que se aprobó el 155.
El Consejo de Ministros, en la sesión en la que se aprobó el 155.Diego Crespo (afp)

La última invención de la propaganda procesista es el bloque del 155. La propaganda tiene la virtud de que sobrevive a cualquier derrota. Esta historia se ha terminado, las ideas se han agotado, los programas han quedado inservibles, los dirigentes —encarcelados, huidos o vencidos— han quedado carbonizados, y sin embargo, la propaganda sigue tan campante, como la orquesta del Titanic.

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Dividir el mundo entre los partidarios de la aplicación del artículo 155 y sus enemigos es ante todo un instrumento de presión sobre Ada Colau y el conjunto del mundo de los comunes, desazonados por las arenas movedizas en las que se hallan instalados. Nada temen más los intimidados comunes que su identificación con Rajoy y con el PP, por lo que se ven constantemente obligados a buscar la posición equidistante que les permita rechazar los evidentes disparates independentistas sin lanzarse en brazos de la España constitucionalista.

No existe el bloque del 155. Y, si existe, está formado por una enorme variedad de políticos que sostienen posiciones muy distintas respecto a la aplicación de este artículo de excepción de la Constitución. Hay políticos que no pueden ver el artículo 155 pero que lo aceptan a regañadientes, por ejemplo, Carme Forcadell y la mesa entera del Parlament, además de Rull, Turull, Forn e incluso Junqueras y a continuación todo lo que queda del Gobierno; unos por explícito acuerdo y otros por implícita omisión, pero todos al final conformes y conformados.

Si somos rigurosos, todos ellos forman parte del bloque del 155, al que hay que adscribir también todos los partidos que se presentan a las elecciones, hasta llegar incluso a la CUP. En este caso no lo hacen a regañadientes sino en alegre contradicción con lo que predican en su programa, que consiste en seguir por el camino de la república nonata y de la desconexión y sabiendo a lo que conduce, que es a la persistencia del 155. En realidad, su extremismo les convierte en los más fervientes partidarios del artículo 155. Les gusta tanto que no quieren que deje de aplicarse el día 22 de diciembre sino que prefieren que siga aplicándose o vuelva a aplicarse tantas veces como sea necesario para evitar la república que nunca podrán construir.

Sabemos que los extremos se tocan. Los de la CUP coinciden con las posiciones más extremas que encontramos en sectores del PP y de C’s que querían un 155 duro y largo, para intervenir a fondo la autonomía catalana, recortar competencias en orden público, los medios de comunicación, la enseñanza y las finanzas y convertir así una circunstancia excepcional en el momento de una contra reforma definitiva del Estado de las autonomías que aplanara el autogobierno catalán hasta el nivel más bajo posible. La radicalidad de la CUP, aplaudida desde sectores especialmente excitados de ERC y de PDeCat, consiste en convertir la España actual en lo más parecido posible al centralismo franquista y ahí era imprescindible el 155 duro y largo que ellos querían.

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Frente a estos extremismos, hay un 155 corto, moderado y centrista, que entiende la aplicación de este artículo como el recurso último e inevitable ante la cabalgada unilateral e inconstitucional emprendida propiamente desde el 9-N de 2015 con la declaración de soberanía y con un único y principal objetivo, como es convocar elecciones inmediatamente. Hubiera sido mejor no aplicarlo, sin duda, y por eso hubo quien se dedicó a intentar convencer a Puigdemont para que convocara las elecciones por su propia iniciativa, como hicieron Urkullu, Santi Vila o Miquel Iceta, todos ellos, naturalmente pertenecientes al bloque del 155 según la visión más extremista de la jugada.

El 155 es el único mecanismo a mano para cortar de raíz la huida hacia ninguna parte emprendida por el independentismo, incapaz de hacer nada con las declaraciones y proclamas que él mismo ha defendido. En realidad, a la vista de la coalición destructiva e ideológicamente contra natura que permitió la DUI del 27-O, el 155 debió aplicarse desde mucho antes, justo cuando el soberanismo, a falta de la mayoría parlamentaria, se lanzó en brazos de la CUP para no verse apeado del Gobierno, como estuvo a punto de suceder antes de que Puigdemont se convirtiera en el mirlo blanco y obediente al servicio del Anna Gabriel y los suyos.

La sospecha que corroe la moral soberanista desde el 27-S de 2015 es que entonces llegó al punto más alto de la crecida independentista y que nunca más volverá a contar con tanta fuerza como para intentar de nuevo su aventura secesionista. De ahí su interés por evitar nuevas elecciones y sacar el máximo provecho a la legislatura ahora disuelta.

El bloque del 155 es, en realidad, el bloque de las elecciones que vuelven a dar la voz a la gente en la forma adecuada a una democracia representativa en vez de la democracia plebiscitaria que el soberanismo pretendía. El independentismo también se presenta y forma parte del bloque porque no tiene otro remedio, puesto que también vive del sistema electoral y de sus subvenciones, pero en su denigración del bloque del 155 tiene ya construida la propaganda, los nuevos y falaces argumentos, con los que explicará esa derrota que cada vez se dibuja más nítidamente en el inmediato horizonte.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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