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Hechos contra el decoro

Hay que abordar una reforma a fondo del Reglamento del Congreso y, mientras, exigir a los diputados un poco de respeto compartido

Antoni Gutiérrez-Rubí
El líder de Podemos, Pablo Iglesias pasa delante de Mariano Rajoy en el Congreso de los Diputados.
El líder de Podemos, Pablo Iglesias pasa delante de Mariano Rajoy en el Congreso de los Diputados.JUAN MEDINA (REUTERS)

Hechos Contra el Decoro (HCD) fue un grupo musical de finales de los 90 que hacía música rap y reggae. Sus textos y su puesta en escena eran combativos y reivindicativos. Incursionaron, también, en el cine con Barrio, una destacada película de Fernando León de Aranoa que triunfó en los Premios Goya en 1999. Luchar contra el decoro era una forma de rebeldía, de protesta y de propuesta. La música, su arma. El verso, su munición.

Mucho antes, la palabra decoro fue un concepto muy usado en la dictadura franquista. A esta palabra se le atribuían los "valores nacionales" de ejemplaridad y moralidad. Y afectaba a las costumbres y las relaciones sociales. También era sinónimo de honradez, honestidad y dignidad. El decoro era norma, forma y fondo. Era losa e imposición, además.

Hoy, estamos de vuelta con el decoro en la vida pública y política, según expresión recuperada recientemente por algunos portavoces parlamentarios. La decisión de Podemos, tras Vistalegre II, de que esta formación no se puede "parecer a los poderosos ni en los andares", en palabras de Pablo Iglesias, está forzando su escenificación política en las instituciones, en especial en el Congreso de los Diputados. Las camisetas, los carteles, la gesticulación y el acting parlamentario conviven con las preguntas, las mociones, las iniciativas. Gestos y palabras. El cuerpo habla. Podemos usa el hemiciclo como escenario, como anteriormente lo han hecho otras formaciones, aunque sin la intensidad y la determinación de la formación morada.

Las quejas de la mayoría de las fuerzas políticas por la escenificación excesiva y el filibusterismo parlamentario de Podemos, según afirman estas fuerzas, se aferran a una base normativa que encontramos en el artículo 16 del Reglamento del Congreso y, en general, en el capítulo del reglamento dedicado a los "deberes de los diputados". Artículo 16: "Los Diputados están obligados a adecuar su conducta al Reglamento y a respetar el orden, la cortesía y la disciplina parlamentaria, así como a no divulgar las actuaciones que, según lo dispuesto en aquel, puedan tener excepcionalmente el carácter de secretas". El Reglamento del Congreso, que sigue sin reformarse substancialmente desde 1982 (sí, sí… desde 1982), también tiene un capítulo dedicado a la disciplina parlamentaria, que regula las llamadas al orden y, especialmente, el artículo 106 dedicado al orden en las sesiones parlamentarias. El régimen del Reglamento del Congreso es muy duro y con sanciones muy severas en relación a todo lo que tenga que ver con el comportamiento de los diputados y diputadas en sus aspectos más superficiales.

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La Mesa del Congreso acaba de decidir por mayoría que el diputado de Podemos, Diego Cañamero, acuda al despacho de la presidenta de la Cámara, Ana Pastor, con el propósito de que esta le llame al orden por las últimas acciones que ha protagonizado. En especial, cuando se acercó al escaño del ministro de Justicia, Rafael Catalá, y le estuvo mostrando dos fotografías (una de Iñaki Urdangarin y otra de Andrés Bódalo), durante un buen rato. Una cosa es el atril, o el escaño, donde la palabra —por dura que sea— es la protagonista y otra muy distinta es el espacio físico y visual de cada parlamentario. Invadirlo, ocuparlo, desafiando, es un salto significativo. En este caso, el cuerpo, y no la palabra, es el protagonista.

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El tema de fondo es, a mi entender, cuánta regulación (y su régimen de observancia y sanciones) se necesita para un desarrollo respetuoso, pero intenso, de la vida parlamentaria. Desde hace muchos años, en diversos parlamentos, sobre todo anglosajones, se vienen aprobando códigos de conducta donde los aspectos relacionados con "la moral" no son lo más importante, al contrario. Se centran en los derechos y deberes de los parlamentarios. En nuestro país se han aprobado dos interesantes códigos de conducta, uno en Cataluña y otro en Canarias. Ambos exploran los límites del comportamiento parlamentario y pudieran ser la base de una futura regulación. Pero no nos confundamos: el Reglamento necesita —urgentemente— una reforma para garantizar la vitalidad y actualización de las instituciones a la sociedad española de hoy.

Siempre he creído que las formas son fondo. Podemos ha decidido tensar su imagen pública y aprovechar la bancada como una trinchera política, las escaleras del hemiciclo como un espacio público y el atril como una atalaya o púlpito. "A Podemos le toca cavar trincheras en la sociedad civil", dijo hace unos meses Iglesias. Eso incluye, también, la Carretera de San Jerónimo. Su actuación está pensada para la gestión extramuros del Congreso y para una explotación intensa en redes sociales. Pablo Iglesias habla de aspereza y rudeza en el debate político, como un ejercicio de coherencia (con sus ideas) y de identificación (con sus electores y sus problemas). Es su opción, con riesgos y ventajas, según se mire o se interprete. En pleno debate sobre la libertad de expresión, no deberíamos centrar esta cuestión en el decoro o en los modales. O en el buen o mal gusto, según se opine, de algunas intervenciones. Podemos apuesta por la insolencia verbal y el desafío gestual. Pero su reto forma parte de una estrategia que alimenta, también, a los medios de comunicación prisioneros de la espectacularización de la política, en una lucha de feroz competencia y concurrencia.

Uno de los éxitos de Hechos Contra el Decoro fue la canción Danza de los Nadie: "Esta noche mi gente, de frente, tiene una cuenta pendiente y la va a querer cobrar. Los callejones vomitarán su rabia en las avenidas, va a ser interrumpida la pulcritud del mármol de los palacios por la estampida". Podemos recupera letra y música de los 90 para su combate político de resistencia. Habrá mucha gente a la que no le guste ni la música, ni la letra, ni los intérpretes. Es opinable. Pero centrémonos en la reforma del Reglamento, a fondo, y dejemos que esta excitación —y su posible reacción— se regule mejor por la propia ciudadanía que valorará, seguro, qué tipo y qué estilo de representantes desea tener para hacer frente a sus problemas. Mientras, un poco de respeto compartido sería tan deseable como reparador.

@antonigr | www.gutierrez-rubi.es

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