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Quien no cocina se come un plato ajeno

La Generalitat se priva de enseñar y aprender: hay que relanzar el diálogo con nuevas bases, y despenalizar

Xavier Vidal-Folch
El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont.
El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont.ALBERTO ESTÉVEZ (EFE)

Para un ciudadano catalán, la autoexclusión del presidente de la Generalitat en la cumbre de lehendakais se digiere mal: quien no contribuye a la cocina deberá comerse el plato elaborado por otros. Además, en casi todos los asuntos debatidos este martes, los catalanes (y sus Administraciones) han acumulado experiencias e ideas y tienen intereses, específicos y comunes, que defender.

Ocurre con la financiación autonómica (incorporó la mitad del IRPF por la presión de Cataluña); con la pobreza energética (tiene una norma, poco aplicada); con la vivienda (lleva dos, la segunda, mejor); con el empleo público (se prometen 7.000 nuevos empleos públicos este año, veremos el detalle). O sea, podían enseñar cosas y aprender otras, la vida.

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Desde la óptica política, se comprende que a la dinámica del referéndum exprés le incomode la del diálogo exprés, sobre todo si esta sucede al activismo judicializador. Pero la única razón aducida por el Muy Honorable Carles Puigdemont para inasistir (no fue el único) es leve: apela a la bilateralidad.

Todas las autonomías, nacionales y regionales, la practican en un grado u otro (todo Estatuto tiene elementos bilaterales). Es lógico que las más densas lo hagan con mayor denuedo. Pero la bilateralidad no excluye el multilateralismo: no son términos antitéticos, sino complementarios.

El president podría haber logrado —por pacto, o por la vía directa— explicar su proyecto y explicarse presencialmente ante los demás presidentes, y debatirlo con ellos. ¿Acaso no insiste, él y los suyos, en que su voluntad es negociar y pactar “con España”? ¿Dónde hay una España más variada y plural que en reuniones como la de este martes? También podría haberlo propuesto el presidente del Gobierno, o la vice. La defección de presencias (incluida la de Iñigo Urkullu) habría sido más difícil de argumentar.

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La abstención catalana (y vasca) en este caso parten de un cálculo deficiente: la cumbre no fue solo una foto, un acto de propaganda de un Gran Timonel central junto a presidentes pitufos, una discusión retórica o accesoria. Sin llegar a trascendental, entraña cierta reconsideración del discurso hipercentralista de la anterior legislatura y tendrá alguna utilidad práctica... para los ciudadanos.

Y además pone de relieve algunas urgencias. Como la de relanzar el incipiente diálogo Gobierno-Generalitat: atención, no la “operación diálogo”, que este martes ha tocado fondo por sus insuficiencias, limitaciones y voluntarismo. Quizá en algunos asuntos cabría partir de presupuestos políticos casi base cero: por ejemplo, retirando las querellas fiscales a dirigentes secesionistas (no los recursos mutuos administrativos o constitucionales) a cambio de un compromiso veraz, solemne y comprobable de descartar cualquier futura actuación anticonstitucional.

Otra urgencia es la de dar empaque y continuidad a la propia Conferencia. Institucionalizarla con una sede (¿itinerante?), una secretaría estable transversal de seguimiento, un calendario de continuidad. Un ente así puede empezar informalmente (lo hizo ¡hace doce años!), pero solo da plenos frutos si se articula. Podrá engarzarse algún día con el futuro Senado federal. Pero ya desde ahora debería impulsar las Conferencias sectoriales Gobierno/Comunidades autónomas. Y desgubernamentalizarlas, repartiendo mejor —más transversalmente— sus votos internos y su dinámica. Así se hace en Europa cuando Europa funciona.

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