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Columna
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El fantasma de Aznar

El año 2017 empieza con una reaparición extemporánea que aspira a convertirse en alternativa a Rajoy, y que produce más ternura que miedo

El expresidente del Gobierno, José María Aznar con la Asociacion Valenciana de Empresarios. en el hotel SH Valencia Palace. Mónica Torres/ VÍDEO: ATLASFoto: atlas
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Dan ganas de comprar el periódico no en euros, sino en pesetas. Se refiere uno a la extemporánea reaparición de José María Aznar, cuya renuncia al papel de reina madre en el PP no hacía sino predisponer el estrambote de un partido embrionario.

Embrionario quiere decir que el expresidente de Gobierno empieza a interiorizar sus facultades de guardián de la ortodoxia conservadora. No en la teoría, sino en la práctica. Este lunes se reúne con los empresarios valencianos para exponerles su ideario. Y para encontrar estímulos que justifiquen una alternativa política a la derecha de la derecha, más allá del triunfalismo expresado por sus leales cortesanos.

Aznar corre el peligro de haber perdido el contacto con la realidad. Y de creerse el papel mesiánico que le atribuyen los alicaídos antagonistas de Mariano Rajoy. Los hay en la prensa, en los ámbitos marginales del PP, incluso entre los votantes que añoran un líder patriótico, "lepenista", desacomplejado en cuestiones de moral y de religión. Rajoy les resulta blando a los aznaristas. Le reprochan la indolencia en la crisis catalana. Y les parece inverosímil que su política contemplativa haya sido tan eficaz, más todavía cuando los rivales, del PSOE a Podemos, se le descomponen por autodestrucción.

Aznar cree que hay sitio para volver, o se lo han hecho creer sus corifeos, incitándolo a probarse como variante genuina y vigoréxica al amaneramiento de Mariano Rajoy. Y produce estupor la iniciativa, no ya porque cuesta trabajo asimilar que Aznar, embalsamado en pastillas de naftalina, sea la portada de algunos diarios en la inauguración de 2017, sino porque el patrón de las FAES sobrevalora su reputación contemporánea tanto como subestima sus responsabilidades.

Unas conciernen a la sombra espesa de la corrupción, empezando porque el juicio de la trama Gürtel retrata la resaca de una cultura del pelotazo, de la comisión y de la financiación ilegal que encontró acomodo entre los reclinatorios de la basílica de El Escorial, allí donde Aznar casó a su hija con delirios de emperador.

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Quería pasar a la historia el presidente, pero la concepción generosa de su propio legado no puede desvincularse de su negligencia en la gestión del independentismo. Aznar critica en 2017 la pasividad de Rajoy. Y olvida que el monstruo soberanista adquirió un aspecto formidable gracias a las concesiones que él mismo hizo a Pujol y a las presiones que luego ejerció para malograr la solución del Estatut.

Aznar es el fantasma de Canterville. Quiere reaparecer, asustar, zarandear sus cadenas. Y ha logrado que su bigote parezca real aunque se lo haya rasurado, pero su regreso artificial proporciona más ternura que miedo. Y no le preocupa a Rajoy. Le desconcierta como una psicofonía o como una voz de ultratumba.

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