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El sistema electoral sí importa

Las opciones van de mejorar la proporcionalidad entre sufragios y escaños a asegurar el Gobierno del más votado

Pleno del Congreso de los Diputados.
Pleno del Congreso de los Diputados.Uly Martín

Hillary Clinton ganó a Donald Trump por varios cientos de miles de votos populares, pero perdió las elecciones presidenciales porque la traducción de los sufragios en número de delegados por cada Estado dejó a la candidata demócrata muy por detrás de su adversario. Las enormes consecuencias de lo ocurrido ponen brutalmente de relieve la influencia capital de los sistemas electorales en cada país. España, donde el malestar con la situación política es muy persistente, necesita cambios en las reglas de juego político si se pretende recuperar la confianza en la democracia representativa.

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La base del proceso de reformas políticas es la del sistema electoral, que regula la relación entre votantes y elegidos. ¿Hay que cambiar la legislación electoral en vigor? No es ocioso advertir que ha servido tanto para grandes mayorías absolutas como para dar juego a un conjunto de minorías. Pero hay demandas de mayor proporcionalidad entre votos y escaños, a lo cual se añade otra de mayorías más fuertes. Las dos tendencias tienen abiertos sus libros de reclamaciones.

Mecanismos antibloqueo

Como se ha visto a lo largo de casi un año de parálisis, la obligación constitucional de votar de nuevo cuando es imposible elegir a un presidente del Gobierno es muy negativa para las negociaciones poselectorales. Sería más fácil evitar elecciones de repetición eliminando esa salida de la máxima ley, que también debería tocarse para no dejar al azar el momento de iniciar la formación de Gobierno después de cada elección.

El pacto entre el PP y Ciudadanos, que permitió la reelección de Mariano Rajoy, contiene esta advertencia: “El Partido Popular se reserva la posibilidad de presentar iniciativas que permitan garantizar el Gobierno de la fuerza más votada” —en línea con las declaraciones de muchos de sus dirigentes—, después de admitir que hay que abordar “la reforma de la proporcionalidad”. La formulación admite desde la designación como jefe del Ejecutivo del candidato del partido más votado, hasta forzar una mayoría con la atribución de un plus de escaños, como ha defendido Cristina Cifuentes, presidenta de la Comunidad de Madrid.

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Un procedimiento de ese tipo funciona en Grecia, donde el partido ganador recibe hasta 50 escaños extra. Algo parecido está previsto en Italia para favorecer con una mayoría absoluta al partido o coalición más votado. El cambio se encuentra pendiente del referéndum constitucional convocado para diciembre, a cuya aprobación ha condicionado Matteo Renzi su futuro político como primer ministro. Aplicar este tipo de mecanismos en España sería sin duda polémico. Otra alternativa es una segunda vuelta entre los más votados, importando el concepto de Francia, país con sistema mayoritario.

Más proporcionalidad. Una finalidad distinta es la que se persigue desde los nuevos partidos (Ciudadanos, Podemos) y también desde el PSOE, cuyas propuestas van en el sentido de una mayor proporcionalidad entre votos y escaños. El debate tiene que ver con la desigualdad del sufragio de los españoles, fruto, esencialmente, de la exigencia constitucional de mantener la provincia como distrito electoral. Lo cual provoca precios dispares por cada escaño: hacen falta relativamente pocos votos para obtener diputados en las partes menos habitadas de España, granero habitual del PP y en parte del PSOE; pero se necesitan hasta cuatro o cinco veces más en las zonas densamente pobladas.

Los gráficos incluidos en estas páginas muestran lo que habría sucedido el 26-J si la elección se hubiera hecho en distritos autonómicos —en lugar de provincias— o si se ampliara a 400 el número de diputados del Congreso. Solución esta última plenamente constitucional, aunque difícil de intentar por el aumento de gasto público que supone, en medio del clima exacerbado de críticas a la clase política. Los nuevos partidos, sobre todo Ciudadanos, habrían podido controlar un mayor porcentaje de escaños del Congreso con los mismos votos del 26-J, mientras el PP habría tenido algunos diputados menos. Esta última razón da pocas posibilidades de que el partido de Rajoy apoye una reforma más proporcional.

Listas desbloqueadas

Ya había muchas demandas para sustituir el actual sistema de listas cerradas y bloqueadas por otro que permita a los votantes negar su respaldo a candidatos que no consideren dignos de su confianza. En principio, la reivindicación de listas desbloqueadas o abiertas cuenta con el apoyo de los principales partidos. Llevarlo a la práctica no será tan fácil, puesto que implica retirar a las cúpulas el control del orden en que sitúan a los candidatos, una de las palancas de su poder interno. Abrir las listas puede ser también contradictorio con la estricta disciplina de voto impuesta a los grupos parlamentarios. De poco valdría permitir al elector cierta autonomía para decidir sobre candidatos si estos, en caso de ser elegidos, carecen de margen de maniobra. Lo que le sucedió al PSOE en la investidura de Rajoy ilustra la tensión que existe entre autonomía del diputado y sometimiento a la disciplina del grupo parlamentario.

La apertura de las listas se inserta en un debate amplio que afecta a la rendición de cuentas de los elegidos ante los votantes. Al elector solo se le ha permitido hasta ahora enjuiciar globalmente a marcas de partidos y no a candidatos individuales.

Democracia de partidos

Con uno y otro sistema electoral, hay que vigorizar a los partidos. Algunas de las más importantes organizaciones políticas dilatan demasiado sus congresos, como le ocurre al PP, que ha dejado transcurrir casi cinco años desde su último cónclave nacional. Por comparación, en Reino Unido o Alemania es habitual una reunión anual o cada dos años. La cadencia observada en España tiende a perpetuar el poder de los dirigentes, dilatar la rendición de cuentas y minimizar los debates sobre las líneas de acción.

Un gran asunto pendiente es el de la transparencia de la financiación política. Prestas a explotar los escándalos de corrupción del contrario, las organizaciones son más reacias a atacar el problema estructural de cuánto y quién tiene que pagar el coste de los partidos y de las campañas electorales. Es insoportable cargar a la ciudadanía con la factura del sostenimiento legal de la política mientras persisten fuertes sospechas sobre el origen irregular de otra parte de los fondos empleados. La publicación de algunas declaraciones de la renta en Internet no puede sustituir la imposición por ley de un sistema mucho más transparente y de un control de cuentas de verdad independiente.

No solo merece la pena cambiar las reglas del juego para mejorar la representación y la elección, sino asegurarse de que en un “Estado de partidos” —como lo definió Manuel García Pelayo, primer presidente del Tribunal Constitucional—, las organizaciones que vertebran la política del país se rijan por serios principios de calidad democrática.

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