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En busca de una alternativa al referéndum

La Generalitat podría sustituir el plebiscito por una elección "constituyente"

Xavier Vidal-Folch
Carles Puigdemont, durante su visita a Mariano Rajoy en La Moncloa el pasado abril.
Carles Puigdemont, durante su visita a Mariano Rajoy en La Moncloa el pasado abril.BERNARDO PÉREZ

Un problema enojoso para poner en marcha una negociación Gobierno-Generalitat sobre la cuestión catalana es el manejo de los tiempos. Cualquiera de las posibles opciones de un diálogo estructurado (el más eficaz) debería abrirse paso en un calendario apretado y erizado de espinas. Y, además, para ser creíble debería acotarse a un periodo que no fuese eterno.

La agenda es estrecha, porque la nueva hoja de ruta oficial catalana ha reactivado la idea del referéndum independentista —rechazada anteriormente por corresponder a una “pantalla pasada” (superada)— y ha fijado unilateralmente su convocatoria para el próximo septiembre. Y porque los procesos judiciales contra los dirigentes soberanistas traban su camino inexorable.

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El cálculo del Govern es que un momento clave, parteaguas, llegará con la sentencia del Tribunal Supremo relativa al portavoz nacionalista en el Congreso, Francesc Homs, por organizar la consulta del 9-N de 2014 —cuando era consejero de la Presidencia— cometiendo presuntos delitos de desobediencia y prevaricación.

El cronograma manejado en el Palau de la Generalitat prevé que esa decisión se produzca antes que la del Tribunal Superior de Cataluña sobre el expresident Artur Mas y dos de sus consejeras (Joana Ortega e Irene Rigau) por el mismo episodio. La interpretación oficial es que el sistema judicial (de un Estado calificado como “hostil”) pretende así condicionar las decisiones de los magistrados catalanes.

Pero antes de eso bien puede ocurrir que el Constitucional inhabilite a la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, quien, pese a ser considerada como “sectaria” por la mitad no secesionista del hemiciclo —o quizá por eso—, se ha erigido en un tótem del procés. “Una inhabilitación de Forcadell o una condena de Homs pisotearía nuestra dignidad”, sostienen altas fuentes de la Generalitat. En resumen: equivaldría a un momento de ruptura. “Nosotros no queremos provocar al toro, no queremos enseñar el trapo; pero, si el toro nos embiste, reaccionaremos como corresponde”, avisan.

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Esa perspectiva se enlaza con una visión rotunda del Estado y sus poderes; con una apreciación casi turca sobre el aparato judicial, presuntamente sujeto al Ejecutivo central y servil a él. Esa perspectiva busca amparo en las bajas calificaciones europeas a la calidad de la independencia judicial española: los tribunales, según esa teoría, estarían únicamente prestos para complacer al Gobierno.

Aunque simple (y descalificadora del imprescindible principio de legalidad y del imperativo control y sometimiento del Ejecutivo al poder judicial), o quizá por serlo, esa visión concita eco popular. Y en su formulación menos agresiva exhibe algún enganche con la realidad: “El Gobierno siempre tiene la posibilidad de modular las prisas y agresividad de la fiscalía”, señalan dirigentes secesionistas.

En todo caso, si se alcanza la primavera sin desastres, vendrá el verano, prólogo del otoño decisivo. El del presunto referéndum. Días antes de su moción de confianza, el president, Carles Puigdemont, propugnaba un referéndum con “plenas garantías”. Luego se envolvió en un viaje más azaroso, con música de ultimátum difícilmente viable: o referéndum negociado (con el Gobierno, como propuso en un posterior discurso en Madrid) o por las bravas (convocado unilateralmente), si la otra parte no acatase o respondiese.

Sus exégetas sostienen que las “plenas garantías” no se refieren a las seguridades legales sino a la representatividad política internacional: “Que vote más de la mitad del censo” —el objetivo buscado por la Generalitat en su aproximación a la izquierda de los comunes— y que los votos válidos “superen, digamos, el 55% de los emitidos, como Europa exigió a Montenegro”. Con esos datos, según estas fuentes, concluirían que el resultado es válido, independientemente de que rompiese la rule of law, el imperio de la ley propio de las democracias.

Solo si lo ven impracticable reemplazarán en último extremo esa convocatoria por otra de unas “elecciones constituyentes”, pero ya “para ratificar una declaración de independencia”, algo complicado con la mayoría social actual. Y, en todo caso, adecuarán la táctica a los imponderables de la coyuntura: la principal de las tres leyes llamadas de “desconexión”, la de “transitoriedad jurídica” —que opta a operar como una suerte de barniz jurídico a la secesión unilateral—, es “muy clara y taxativa”, dicen fuentes del Ejecutivo catalán. “No está acabada”, precisan, “pero los escasos detalles pendientes pueden terminarse en muy breve plazo”: si es en tres días, tres semanas, tres meses o años, dependerá solo de la conveniencia de sus patrocinadores.

El obstáculo más grave para realizar la consulta sería que el Gobierno impidiese su celebración, o pugnase por impedirla. Sin suspender la autonomía —lo que no está recogido en el artículo 155 de la Constitución— pero sí ahormándola: absorbiendo, por ejemplo, la competencia de seguridad interior y el mando de los Mossos d’Esquadra.

Los dirigentes independentistas lo tienen calculado, incluso con ribetes novelescos: “Los Mossos deberían seguir cumpliendo su función de controlar los posibles desórdenes públicos, pero, si el Gobierno forzase la retirada de las urnas, esa imagen en The New York Times o en la CNN nos daría una victoria política internacional”, afirman.

Contactos diplomáticos Y es que los responsables del proceso soberanista creen firmemente que ya están equilibrando, si no ganando, la batalla de la opinión internacional. Ningún mandatario europeo acude al Palau de la Generalitat, pero sí sus embajadores, y los contactos diplomáticos se intensifican, discretos y flexibles. Un significativo consejero asume que ningún Gobierno se mojará en frío, pero aspira a que lo hagan “si el asunto catalán queda colocado sobre la mesa como un problema”.

La posición heroica y victimista sensibiliza crecientemente a muchos medios, permeables a las rebeldías más o menos quijotescas pero siempre heterodoxas. Sobre todo si frente a ellas opera únicamente el frente del frontón: la legalidad como única respuesta. La sensación de que el secesionismo ocupa todo el espacio político es común a sus partidarios y muchos de sus detractores: “Si ocupamos todo el espacio es porque al otro lado no hay nada, ninguna propuesta política articulada: el Estado no comparece”, concluyen estas fuentes.

Quizá el periodo de tiempo disponible para el desbloqueo sea corto. Pero también podría ser fértil, si en la apariencia continuista del Gobierno Rajoy II anidase un designio negociador. Porque suele ser más viable pactar con alguien situado en las antípodas pero seguro, como Puigdemont, que no quiere perpetuarse (parece creíble cuando asegura que no busca su reelección) y que tiene la credibilidad de un marchamo independentista indiscutido; que con patriotas neófitos, zigzagueantes o veleidosos. Hay pocos arquetipos políticos más próximos que los de un sentencioso castellano viejo y un testarudo carlista catalán, aunque luzca modos de guitarrista roquero.

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