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Dos generales leales que transformaron el Ejército

Íñiguez fue mano derecha de Gutiérrez Mellado y Sáenz de Tejada resultó clave para frenar el 23-F

Miguel González
Los generales Miguel Íñiguez del Moral (izquierda) yJosé María Sáenz de Tejada.
Los generales Miguel Íñiguez del Moral (izquierda) yJosé María Sáenz de Tejada. M. FLÓREZ / R. GUTIÉRREZ

Con menos de un mes de diferencia han desaparecido dos militares sin cuya actuación el Ejército español no sería el que es hoy y el tránsito de la dictadura a la democracia habría resultado probablemente más traumático.

El pasado 7 de julio falleció en Madrid, a los 96 años, el general de cuatro estrellas José María Sáenz de Tejada y Fernández de Bobadilla, natural de Logroño; y el 2 de agosto lo hacía, igualmente en Madrid, a los 91 años, el también general de Ejército Miguel Íñiguez del Moral, nacido en Belorado (Burgos).

Ambos fueron jefes del Estado Mayor del Ejército de Tierra. José María Sáenz de Tejada, de 1984 a 1986; y Miguel Íñiguez del Moral, entre 1986 y 1990. Es decir, uno sucedió al otro en el cargo. Y los dos fueron los primeros designados para dirigir el Ejército por el ministro de Defensa y el presidente del primer Gobierno socialista de la recuperada democracia española, Narcís Serra y Felipe González.

Hasta ahí, las coincidencias. Ya que Sáenz de Tejada e Íñiguez del Moral eran muy diferentes en origen, carácter y trayectoria. El último, del arma de Ingenieros, ingresó en la Academia General de Zaragoza en 1942, ya acabada la guerra. Su bautismo de fuego lo pasó en el Sáhara, donde, en los estertores del franquismo, vivió el hostigamiento armado del Frente Polisario y las presiones de Marruecos, que acabaron desencadenando el precipitado abandono de la colonia africana.

Ambos militares se sucedieron al frente del Ejército de Tierra con el primer Gobierno de Felipe González

Pero la batalla más encarnizada fue seguramente la que tuvo que librar desde el gabinete del entonces vicepresidente, el general Manuel Gutiérrez Mellado, enemigo a batir por quienes pretendían convertir al Ejército en cancerbero del franquismo y cerrojo que impidiera desmontar un régimen edificado sobre las cenizas de la Guerra Civil.

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El entonces teniente coronel —inteligente, afable, meticuloso y tenaz, como lo fue siempre— se convirtió en la mano derecha de El Guti, con quien compartió la amargura por las acusaciones de sus compañeros de armas. Íñiguez, testigo de primera fila, siempre negó que el presidente Adolfo Suárez hubiera engañado a los mandos militares sobre la legalización del PCE —como adujo el almirante Pita da Veiga para dimitir como ministro de Marina— y creyó que el incidente Atarés —así llamado por el general de la Guardia Civil que increpó a Gutiérrez Mellado— fue planeado y no una expresión espontánea de malestar militar como se presentó entonces.

Cuando llegó el 23-F, el regimiento que mandaba Íñiguez, en Pozuelo de Alarcón (Madrid), era el más cercano a los estudios de TVE, pero a los golpistas no se les pasó por la cabeza contar con él para ocuparlos. Al contrario, si hubiera prosperado su intentona habrían tenido que neutralizarle.

A las órdenes de Gutiérrez Mellado, diseñó de nueva planta el Ministerio de Defensa —órgano de dirección política por encima de los ministerios militares— y luego, al frente del Estado Mayor Conjunto y del Ejército de Tierra, impulsó la modernización de este último —que, con el Plan Meta, empezó a dejar de ser un Ejército de ocupación de su propio territorio para volcarse en la proyección exterior— y de la carrera militar, con la primera ley de personal de 1989, que discutió, con lealtad y firmeza, con el Gobierno.

El mismo Consejo de Ministros que nombró a Miguel Íñiguez jefe del Ejército aprobó la rehabilitación de los nueve oficiales de la Unión Militar Democrática (UMD), expulsados por su activismo antifranquista.

Fue una rehabilitación solo simbólica, ya que ninguno se reintegró a filas, pero lo bastante polémica como para que no se quisiera cargar con esa hipoteca al nuevo jefe del Ejército. Y mucho menos al saliente, ya que José María Sáenz de Tejada fue, como jefe de la Segunda Bis (Servicio de Información del Ejército), responsable directo de descabezar, en 1975, a la organización clandestina de militares demócratas que abrió fisuras en unas Fuerzas Armadas monolíticas.

Alistado como voluntario el 18 de julio de 1936 y alférez provisional de Infantería en el Ejército sublevado, amigo de conspiradores como el capitán general de Valencia, Jaime Milans del Bosch, Sáenz de Tejada parecía la quintaesencia del militar franquista. Y quizá lo fuera. Pero a la muerte del dictador, mudó su lealtad de Franco al Rey. Y lo hizo sin titubeos ni marcha atrás.

En el 23-F, fue el principal ayudante del capitán general de Madrid, Guillermo Quintana Lacaci, en su papel de parachoques del golpe. En esa tarde frenética, jefe y subordinado se repartieron las llamadas para desatar los nudos de la conspiración y frenar el avance de los tanques de la Brunete sobre la capital.

Su sentido de la disciplina hizo que Serra se fijara en él, pese a la abismal distancia ideológica que los separaba. Profundamente religioso, Sáenz de Tejada acabaría presidiendo una ONG tras pasar a la reserva. Pero antes, al frente del Ejército, vivió momentos muy duros. Solo dos semanas después de su nombramiento tuvo que asistir al funeral de su antiguo jefe, el general Quintana, asesinado por ETA.

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Sobre la firma

Miguel González
Responsable de la información sobre diplomacia y política de defensa, Casa del Rey y Vox en EL PAÍS. Licenciado en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) en 1982. Trabajó también en El Noticiero Universal, La Vanguardia y El Periódico de Cataluña. Experto en aprender.

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