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Fernández Díaz atrapado en la caverna

Ministro del Interior en funciones, pese al escándalo de las escuchas, subió en votos en su circunspcripción

Costhanzo

Jorge Fernández Díaz (Valladolid, 1950) no se ha equivocado de procedimiento ni de maneras. Se ha equivocado de época. Es la suya una figura extemporánea y preconciliar que aglutina el nacionalcatolicismo, las obligaciones patrióticas y la discrepancia hacia la separación de poderes, más o menos como un policía a la antigua usanza, un hombre de ley atrapado en un bucle espacio-temporal donde el fin justifica los medios.

Y los medios aquí han sido inequívocamente subordinados al interés partidista. Se trataba de espiar a los rivales políticos, de intoxicar a la prensa con presuntos informes policiales y de someter a las instituciones a un régimen de vigilancia. Lo demuestra el vasallaje de la Oficina Antifraude de Cataluña, cuyo malherido responsable, Daniel de Alfonso, nombrado por el Parlamento de la Generalitat, despachaba en la mesa del ministro del Interior expedientes e informes de los líderes soberanistas, rebuscando en su vida privada y propiciando una conspiración a caballo entre el Watergate y Mortadelo.

Las grabaciones que ha divulgado Público son inquietantes porque demuestran la vulnerabilidad del gendarme de España —¿cómo puede estar intervenido el móvil del ministro de Interior de un país amenazado por el terrorismo yihadista?— y porque confirman, si dudas hubiera, que la Fiscalía ha degenerado estos años en un instrumento de intimidación política.

Es inequívoco y embarazoso, por ejemplo, el trance en que De Alfonso sostiene haber encontrado algunos indicios de acuerdo con los cuales el líder convergente Francesc Homs habría incurrido en un ejercicio de nepotismo para contratar a las cuñadas del colega Felip Puig.

Confunde la separación de poderes como confunde sus convicciones religiosas con un Estado laico

Jorge Fernández Díaz. Esto, esto…, si se publica, a ti te perjudica, ¿no?

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Daniel de Alfonso. A mí me mata, porque esto se puede publicar si quieres, ministro..., si quieres que se publique, yo me comprometo a que se publique, pero déjame que antes cierre el expediente, le dé el coscorrón, le mande la propuesta de informe diciendo que eso se tiene que anular, etcétera, etcétera. Y tres, dos meses después, un periodista lo averigua. Pero ahora…, es que ahora no lo tengo cerrado ni asignado...

J. F. D. Esto la Fiscalía te lo afina, hacemos una gestión.

D. A. Si la Fiscalía me dice: “Oye, lo he leído”, yo entonces cierro los informes y…

J. F. D. ¿Y en cuánto tiempo puedes cerrar esto?

D. A. En tres semanas.

J. F. D. Lo digo porque, una vez lo tenga la Fiscalía, ya puede salir.

Semejante obscenidad tendría que haber precipitado la dimisión de Fernández Díaz, pero sobrevino entonces la protección de Mariano Rajoy y se alinearon los medios afines para transformar el escándalo en un ejercicio de victimismo. No importaba que el ministro del Interior hubiera blasfemado sobre Montesquieu al antojo de los intereses particu­lares. Importaba la inoportunidad de las grabaciones —¿por qué, si fueron realizadas hace dos años, aparecen cuatro días antes de las elecciones?— y escandalizaba en el Gobierno y en el Partido Popular que se hubiera saboteado el móvil de Fernández Díaz. O sea, que la conspiración no la urdió el señor ministro, sino que la padeció.

El descaro de la inversión de papeles tenía que exponerse al contraste de las urnas el 26-J. ¿Cuánto pagaría el PP esta manipulación de la separación de poderes? ¿Hasta qué punto retrocederían los populares, considerando además que Fernández Díaz era cabeza de lista por Barcelona?

El ministro del Interior debió experimentar una suerte de éxtasis místico al conocerse que el Partido Popular había subido dos puntos en su propia circunscripción. Y que se había producido una suerte de adhesión plebiscitaria, de tal manera que Fernández Díaz podría repetir como hipergendarme en el Gobierno de Mariano Rajoy.

Se le reconocería la eficacia de su trabajo en la sombra, como siempre se le ha reconocido su papel de icono oscurantista entre los electores ultraconservadores que buscan cobijo a la derecha de la derecha. Un católico de sotana. Un apologeta del catecismo y de los valores identitarios. Dios, patria, familia. Un ministro del Interior, sí, pero del interior de la caverna, como lo demuestran sus dislates a la convivencia.

Y han proliferado, especialmente cuando Fernández Díaz señaló que la homosexualidad es una amenaza a la reproducción de la especie humana —¿lo son las monjas y los sacerdotes?— o cuando estableció un estrafalario paralelismo entre el aborto y el terrorismo de ETA.

Debió sentirse obligado a hacerlo en cuanto ministro del Interior y monaguillo de 66 años, una frivolidad y una boutade que subrayan los conflictos confesionales de Fernández Díaz en el ejercicio del cargo. No sólo en la separación de poderes. También en la distancia que debería distanciar las convicciones religiosas de las obligaciones de un Estado aconfesional.

Se explica así el escarnio nacional e internacional que provocó la distribución de las condecoraciones. Hubo una del mérito policial dedicada a Nuestra Señora Santísima del Amor, como se concedió otra de plata de la Guardia Civil a la Santísima Virgen de los Dolores de Archidona.

Parecen cosas de película de Berlanga, pero las anécdotas trascienden el esperpento o la tragicomedia porque retratan a Fernández Díaz en una posición invasiva de sus creencias y de sus devociones.

No sólo las religiosas. También la patrióticas y las identitarias. Acusó a Guardiola de haber jugado en la selección por dinero, del mismo modo que previno contra los peligros que conlleva la inmigración. Porque hay terroristas entre los refugiados. Porque está en juego la Reconquista. Porque las cuchillas de Melilla sólo causan heridas superficiales. Y porque los subsaharianos son hombres de complexión fuerte.

Nunca está solo el ministro. Le acompaña su ángel de la guarda. Que se llama Marcelo. Y que la ayuda en las cosas pequeñas, “como pueda serlo encontrar aparcamiento”. Y que le ayuda en las grandes cosas. Acaso cuando terminó la redacción de la ley mordaza.

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