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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El mito del consenso

La solución más razonable sería que los partidos se comprometieran a dejar gobernar al programa que sume más diputados

Josep Ramoneda

El debate electoral se desplaza hacia la formación de Gobierno. Los partidos juran que no se repetirá el fracaso anterior. Probablemente, la solución más razonable sería que se comprometieran a dejar gobernar al programa que sume más diputados aun sin mayoría absoluta. En la legislatura anterior fue la coalición PSOE-Ciudadanos. Ni PP ni Podemos quisieron esta salida. ¿Por qué tendrían que aceptarla ahora?

¿Por qué no ha sido posible en cuatro meses? ¿Por qué se ha vuelto tan difícil formar Gobierno? Es fácil atribuirlo a la mezquindad de los dirigentes políticos, al sectarismo de partido, al cálculo cortoplacista de sus intereses, o a las pirámides clientelares que impiden renovaciones ineludibles. Sin duda, pero darse por satisfecho con estas explicaciones, aparte de ahondar en el descrédito de la política, elude el cambio social que ha causado el fin del duopolio PP-PSOE.

No olvidemos el origen inmediato de la complicación: la sumisión de Zapatero y de Rajoy a la ortodoxia de la austeridad debilitó la confianza. “No nos representan”, fue el grito que rompió el bipartidismo. Después emergieron las fracturas sociales, es decir, la triple división de la sociedad: la ruptura de las amplias clases medias en dos partes (instalados y amenazados), la ruptura generacional por la falta de expectativas (que se traduce políticamente en partidos de viejos y de jóvenes), y la ruptura entre unas élites que determinan los comportamientos políticos y amplios sectores ciudadanos que se sienten dejados de la mano de Dios. A ello hay que añadir las fracturas territoriales, que son también expresión de un gran vacío europeo: las políticas de la Unión amordazan a los gobernantes de cada Estado, pero la legitimidad sigue siendo nacional.

En estas condiciones, apelar al consenso es un recurso tan facilón como irreal. Se dice: aparquen lo que les separa y avancen en lo que están de acuerdo. Pero en la añorada Transición, lo que unía a los partidos era, en buena parte, lo principal, ahora es lo secundario. De modo que centrarse en lo que se comparte sería aplazar los problemas de fondo y ahondar la distancia con la ciudadanía, que votó y votará para que se hagan las cosas de otra manera. De ahí, la dificultad de formar Gobierno: aceptar el consenso de mínimos que pueda proponer un partido gangrenado como el PP sería, para los demás, una claudicación suicida. Me temo que es lo que se quiere imponer con el mito del consenso.

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