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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Calles, placas, títeres

Esa extraña cátedra, muy adecuada al estilo de militancia indirecta de los rectores precedentes, ha salido a la luz

Antonio Elorza

En julio di una conferencia en El Escorial, invitado por la Cátedra de la Memoria Histórica del siglo XX, de la Complutense, y a pesar de la amabilidad de los anfitriones, la experiencia fue amarga. No se interesaban demasiado por mi consideración del genocidio franquista, pero se irritaron cuando exigí ponderación en este tema, y cité a Paracuellos como crimen contra la humanidad. Su memoria era militante y solo miraba hacia un lado. Pensé en lo que podía pasar con el ya inminente, y necesario, cambio del callejero madrileño, liberándolo de golpistas y políticos de Franco: “Solo cabe exigir ponderación —escribí en este diario—, no eliminar a un buen escritor por ser franquista”. Se lo escribí al rector, entonces y ahora sin respuesta.

Más allá del incidente, esa extraña cátedra, muy adecuada al estilo de militancia indirecta de los rectores precedentes, ha salido a la luz. Y hace falta más luz, porque la memoria del siglo XX va más allá de la guerra y la represión, no teniendo sentido un montaje confuso que margine recursos de la Universidad. Es el viejo defecto de una izquierda corporativa que, como ahora vemos en el Ayuntamiento de Madrid (con Ana Botella fue peor), se encapsula en la asignación de puestos y recursos por afinidad.

El presagio ha estado a punto de cumplirse y, como en los asuntos de los titiriteros o de la placa de los carmelitas, conviene superar la anécdota. Casi dejando al margen a los títeres, que desde el XIX jugaron con frecuencia el papel de azote de los símbolos del poder. Solo que se excedieron brutalmente y pusieron el “Gora Alka-ETA” disfrazado, que de autorizarse generaría una epidemia en Euskadi. La polvareda de la cárcel fue lo peor.

Los tres episodios encajan en una mentalidad que ha ido extendiéndose entre la juventud disconforme desde el fin del comunismo y de la que “contrapoder” fue ejemplo y vivero. Surgió un maniqueísmo primario, según el cual quienes no suscribían el Gran Rechazo al orden establecido, eran y son calificados de reaccionarios o instrumentos del capitalismo. Sin matices, ni preocupaciones culturales burguesas. La cultura debe servir para romper. El sesgo ofensivo está ahí desde el principio: “organizar la rabia”. “Tomamos las redes, tomamos las plazas”, confirma Mayer. Entre los enemigos siguen los más apolillados de antaño, de ahí el penoso anticlericalismo visible en la toma de la capilla o "el error" de la placa de los carmelitas. La democracia no se asume, “se disputa”. De ahí el inaceptable proyecto de Maestre de contar la vida del Ayuntamiento, siendo su portavoz. Hacer política es desbordar.

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