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Cinco horas sin mirarse

La Infanta mantuvo una distancia gélida con Urdangarin, separados por tres sillas que parecían tres kilómetros

Íñigo Domínguez
La infanta Cristina a su llegada a la vista oral del caso Nóos.
La infanta Cristina a su llegada a la vista oral del caso Nóos.Tolo Ramón

A cinco baldosas de distancia era admirable observar la compostura de la infanta Cristina. Fue la única de los 17 acusados que no cruzó las piernas, un impulso de comodidad si uno pasa cinco horas en una silla. Se mantuvo erguida, tensa, con un rictus duro en los labios. Su rostro era una mezcla de pena, cabreo y ofensa, según qué ratos o todo a la vez, y eso que estaba más relajada que el primer día. Reflejaba una gran consternación y noches sin dormir. A veces parecía ausente, no escuchaba, como esperando que pasase el mal rato. Aunque deberá estar en esa silla todo el mes, de martes a viernes. Tomó notas en un folio doblado en cuatro que de vez en cuando sacaba de su bolso. Era difícil saber dónde miraba, a algún lugar indeterminado a la derecha. Evitaba mirar de frente, al tribunal, a la cámara e, imperceptible para todos pero no para ella, a una foto: el Rey, su hermano, vestido con una toga y el gran collar de la Justicia.

Felipe VI y ella eran grandes amigos de José Luis Ballester, Pepote , el primer acusado que declaró ayer y tiró de la manta. Tener ahí al bueno de Pepote, coleguita de fiestas, largándolo todo, acusando a su marido, le haría pensar en cómo hemos llegado a esto. Es en este mundo de la vela y los veraneos donde la familia real más se ha mezclado con la gente y de donde ahora le vienen las desgracias. La sala era un desalentador entramado de relaciones, en tiempo festivas y aparentemente sinceras, ahora caducas y falsas.

Abatida y sola

Pepote lamentó haber sido "un pequeño instrumento", usado por sus relaciones. Urdangarin y Torres, no obstante, hablaron, y bastante, durante la vista. La Infanta apenas respondía con fría cortesía a los intentos de conversación de su compañero de banquillo, Salvador Trinxet.

Hubo algo sorprendente ayer entre ella y su marido, tratándose de un matrimonio, y en dificultades: no se miraban nunca. Ni un gesto de complicidad, aunque quizá no sea el término más adecuado en este caso, de afecto o de mera comunicación visual. Les separaban tres sillas pero parecían tres kilómetros. Tras el receso, por ejemplo, se miraron una sola vez, a las 13.55, en dos horas y media. Urdangarin, imperturbable, a veces tomaba notas con sus manazas venosas de jugador de balonmano. Negaba a veces con la cabeza a lo que decía Pepote. Dejó de hablarse con él cuando le avisó de que no le pagaría más por su cara bonita. Al parecer, todos dijeron que sí a todo, a darle dos millones de euros públicos, porque venía de quien venía. Como si garantizara el acceso VIP a otro orden de cosas. Pepote aún le llamaba ayer "don Iñaki", con cierta reverencia, mientras mentaba a los demás por el apellido. Causaba impresión ver los de la Infanta en el papelito pegado en el respaldo de su silla azul, "Cristina de Borbón y Grecia".

En esa silla parecía un rostro más en la multitud, una mujer abatida y sola, casi se olvidaba quién es, y quizá ella misma quién solía ser. A las dos horas ni siquiera había interés por verla de cerca, solo quedaban tres periodistas en la sala y siete personas del público. Se impuso el aburrimiento. Al terminar la vista, se levantó y se fue. Urdangarin le siguió más tarde. Se juntaron de nuevo para salir por la puerta ante los fotógrafos.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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