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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

No dejar títere con cabeza

La justicia sobreactúa con los titiriteros tanto como el Ayuntamiento se obstina en la ideología de su gestión

Manuela Carmena en su comparecencia por el caso de los títeres.
Manuela Carmena en su comparecencia por el caso de los títeres. Javier Lizón (EFE)

El oficio del titiritero tiende a la exageración como el oficio del juez debe tender a la mesura, un matiz gremial y conceptual que contradice la desproporción con que han sido tratados los sátiros del escándalo municipal.

Y no se trata de adherirse a la apología del nihilismo o de la anarquía, expuesta sin remilgos ante un atónito público impúber, sino de subordinar cualquier iracundia a los límites de la libertad de expresión, con más razón cuando el presunto delito de enaltecimiento del terrorismo no proviene de la naturaleza del espectáculo —ha quedado claro que la pancarta era un recurso narrativo que incriminaba a un poli corrupto—, sino de las interpretaciones que se han hecho posterior e interesadamente para identificar a Podemos como una fuerza del mal al acecho de nuestras garantías existenciales e impropia de formar parte de las negociaciones de Pedro Sánchez.

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La metonimia se atiene a la simplificación en tiempos de grandes simplificaciones. No ya convirtiendo a Carmena en un peón de Iglesias, sino atribuyendo a la función titiritera la quintaesencia de las intenciones podemitas. Quieren violar las monjas, asesinar a los jueces, acribillar a los policías y reivindicar incluso el híbrido terrorista de Al Qaeda y ETA.

La sobreactuación ha desnaturalizado el debate. No tendrían que estar los titiriteros en la cárcel, pero tampoco la desmesura de las medidas judiciales vale como pretexto para que Carmena se sustraiga a la responsabilidad.

Porque la "matanza" del 6F no era precisamente un espectáculo infantil. Y porque la gestión municipal se resiente de una obsesión ideológica y se compadece mucho menos de los problemas concretos. Que son las basuras, el tráfico, la polución, las emergencias sociales y, si es posible, la convivencia pacífica entre los madrileños.

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Están ahora divididos, constreñidos a un pulso gerontocrático: defender a Manuela o añorar a Esperanza, naturalmente inmediata y resolutiva ésta última en sus amalgamas: ya nos lo advertía ella, Podemos va a acabar con la democracia. Y los titiriteros, hagámonos cargo, son los mensajeros, los primeros colonos en alcanzarnos el Apocalipsis.

La exageración de jueces y políticos conviene a la estrategia victimista de Podemos. Tanto se le reprochan argumentos estrafalarios —ayatolás, leninistas, comecuras, proetarras— tanto perseveran Iglesias y sus compañeros en el camino de la demagogia, del populismo y hasta del peronismo, esencia de un partido mutante que se adapta mejor que ningún otro en el hábitat de la sociedad. Por eso han convertido a los titiriteros en mártires de la libertad de expresión al arbitrio de una justicia ancien régime. Y por el mismo motivo Iglesias se ha vestido de esmoquin en la gala de los Goya, convirtiendo una obligación protocolaria en una expresión solidaria al mundo del cine, con esa humildad tan suya de quien camina sobre el agua.

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