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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Elogio del gallinero’

La mesa del Congreso discrimina a Podemos en el hemiciclo, pero sus líderes deberían agradecer el valor militante y plebeyo del "paraíso" en la cultura occidental

Es muy probable que la mesa del Congreso haya pretendido discriminar a Podemos con su ubicación marginal en la Cámara Baja y que se haya incurrido en una maniobra de casta a la antigua usanza, pero desconcierta al mismo tiempo que el partido del pueblo relacione el gallinero con un espacio degradante y humillante.

Tendría más sentido que apreciaran el valor de su graderío. Porque les permite escenificar la diferencia con los diputados de barrera, engominados, trajeados. Y porque el gallinero, en el teatro, en la ópera, en los toros, ha constituido siempre un espacio de poder y de subversión, más o menos como si la distancia en vertical de la escena incitara a las posiciones beligerantes y los criterios intransigentes.

Tan intransigentes que el triunfo de cualquier cantante o de cualquier maestro en la Scala de Milán requería la aprobación del loggione. Así se llama el gallinero en Italia. Suena mejor. O sonaba peor, mucha peor, cuando los loggionisti prorrumpían en abucheos hacia un artista. El gallinero decidía la suerte de un espectáculo con iniciativas corales, voces extemporáneas, abucheos colocados con erudición.

Por eso el maestro Riccardo Muti decidió disolverlo recurriendo a unas obras en el teatro. Amparándose en razones de seguridad, más propias que de la Scala, ordenó lo asientos, desdibujó la melé y la nebulosa que se había atribuido un poder absoluto. Muchas veces sensible a consignas, campañas y hasta subvenciones.

Ocurre en Las Ventas. Sucede en la plaza de Madrid que el gallinero de los altos del tendido, la grada del 8 y la andanada del tendido 9 —allí donde tiene su abono cenital y celestial Esperanza Aguirre— alojan a los abonados de mayor influencia. Por constancia. Por despecho a los señoritos de localidades acomodadas. Por un cierto despecho de clase los toreros ricos. Las figuritas, dicen los aficionados ultras.

El gallinero no localiza un territorio marginal. De otra manera, no se denominaría al mismo tiempo el paraíso, naturalmente como entrañable alegoría de las alturas, pero también como la grada que acomodaba la evasión de los aficionados menos pudientes.

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Y piensa uno en los teatros parisinos que jalonaban el "bulevar del crimen". No se llamaba así porque proliferaran los crímenes en la Rue de Temple, sino por la sangre que corría en las obras representadas en la década sucesiva a 1820.

Allí se inspira Los niños del paraíso, la obra maestra de Marcel Carné en cuya trama de amores sin correspondencia los actores hacen un esfuerzo sobrenatural para arrancar la ovación del gallinero, sabiendo que las butacas postineras las ocupan los advenedizos.

Es una moraleja para la indignación de los líderes de Podemos, incluso un ejercicio de modestia. Ya recuerda Jacques Prévert en el guión de la película que no hay nada tan viejo en el mundo como las novedades.

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