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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La absolución de Rajoy

¿Qué sentido tiene acunar la inocencia y la ingenuidad de Cristina de Borbón cuando su propio hermano y rey la ha repudiado y proscrito?

Hace exactamente dos años, Mariano Rajoy proclamó estar “convencido de la inocencia de la Infanta”. Y añadió que “le iría bien”. No eran las reflexiones de un ciudadano. Hablaba con su rango de presidente del Gobierno en una entrevista concedida a Antena 3 e incurriendo en un zarpazo a la separación de poderes cuyas secuelas amanecieron en el polígono mallorquín que dirime la imputación de Cristina de Borbón.

Estaba sentada en la última fila. Muy cerca de la puerta, con el coche en marcha, esperando la aplicación aristocrática de la doctrina Botín y encontrando a su favor la embarazosa sincronización de las instituciones del Estado. No sólo impresionaba la coreografía de la exculpación. Lo hacía todavía más el énfasis retórico y hasta el descaro con que la abogada del Estado, por ejemplo, caricaturizó el mandamiento apócrifo de “Hacienda somos todos” como un prosaico spot televisivo.

Ya había declarado Mariano Rajoy que estaba convencido de la inocencia de la Infanta. Y que le iría bien, de forma que el jefe del Gobierno dio la impresión de movilizar los recursos del Ejecutivo para identificarlos con los del Estado, blasfemando sobre la tumba de Montesquieu y recreando una estrategia de inmunidad en el altar de la monarquía que pareció indecorosa en la apertura de un juicio cuyas ambiciones tanto retratan una edad de la corrupción en la omertà de los intocables como pone a prueba la credibilidad y el aseo de nuestra democracia.

¿Qué sentido tiene acunar la inocencia y la ingenuidad de Cristina de Borbón cuando su propio hermano y rey la ha repudiado y proscrito? ¿No fue la propia abdicación del rey Juan Carlos un cataplasma a la hemorragia de credibilidad que amenazaba a la jefatura del Estado después de haber trascendido el escándalo de su yerno?

Imputar a la infanta Cristina a la luz de las evidencias que la implican por acción, omisión o beneficio en la trama de Nóos y Aizoon no presupone cuestionar la presunción de inocencia. Sobreactuar para custodiarla alineando la Fiscalía, la Agencia Tributaria y la abogacía del Estado sobrentiende, en cambio, un tratamiento de favor extemporáneo que arriesga a condecorar al fiscal Horrach con el Toisón de Oro.

Las tres juezas de la Audiencia de Palma tienen escaso margen para sustraerse a la aplicación de la doctrina Botín. El problema no es que sea insuficiente el peso de la acusación particular, sino que el Estado no considera afectado sus intereses. Entre otras razones porque Mariano Rajoy ya absolvió a la infanta hace un año, sin miedo a socavar la reputación de las instituciones ni a predisponer un viejo conflicto cainita entre parias y señoritos, republicanos y monárquicos.

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Es la razón por la que se ha reproducido una crisis de revanchismo. Escenificando por añadidura una paradoja de fondo: ¿Hay una encarnizamiento hacia la Infanta desmedido y ha sido enviada a juicio por un magistrado vengador, el juez Castro? ¿O sucede al contrario que Cristina de Borbón y Grecia está siendo arropada como una privilegiada de sangre azul, remendando de urgencia las prerrogativas de la inmunidad?

Aceptar la primera hipótesis supone fiarse de la ingenuidad de la hija y hermana del Rey. Y requiere un ejercicio de candidez ajeno de acuerdo con el cuál no tuvo ella otras motivaciones que el amor y la plena confianza en un marido depredador.

Es el florero en que también se convirtió la ex ministra Ana Mato. Y la versión exculpatoria que contradice su cualificación como ejecutiva de La Caixa. Puestos a haber un ignorante en la célula conyugal, el papel hubiera recaído en el jugador de balonmano, con más motivos cuando la Infanta dispuso de la tarjeta black de la sociedad instrumental Aizoon para comprar vino, sufragarse cursos de salsa y aceptar un tren de vida que sobrepasaba las actividades filantrópicas en que juraba desempeñarse Urdangarin.

Por eso le abrieron las puertas al yernísimo. O consiguió que se las abrieran: actividades sin fin de lucro que luego degeneraron en una estructura vampírica cuyos tentáculos nos hicieron aprender mucha geografía –Aruba, Maldivas, Jersey- y nos suscitaron la duda de hasta dónde alcanzaba el conocimiento del Rey mismo. Y no sólo como facilitador ni muñidor en el pesebre de la Zarzuela, sino como expresión de una figura inviolable que sobrepasaba los límites naturales e idóneos de la jefatura del Estado.

Es el motivo por el que resultaba tan atractivo acordonar la implicación de la sangre borbónica. Ajena, extraña, la infanta Cristina a las corruptelas o limitada su responsabilidad en un prosaico delito fiscal -600.000 euros de multa-, adquiría mucha mayor credibilidad la pulcritud de la institución monárquica, por mucho que los correos de Diego Torres sí probaran no ya una responsabilidad atmosférica, sino además las veces que el propio Urdangarin pedía consejo a su señora, llamándola Kid.

Y no haremos chanza del apelativo ni de sus connotaciones de fugitivo del lejano Oeste, como tampoco plantearemos que la escasa credibilidad de Manos Limpias, acusación popular, pueda subordinarse a la elocuencia embarazosa que hacen de la Infanta una mujer adulta, responsable, que Rajoy ha acudido a adoptar ignorando el daño que hace al Estado tratando de ayudarlo.

 

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