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Narración

Carmencita Franco y el amor

Franco quería un niño, pero tuvo una hija, una mujer que baja por Serrano como un globo, bien conservada y con piel suave de delfín

Manuel Jabois
Carmen Franco.
Carmen Franco. GTRES

Carmencita Franco tiene las pupilas más bonitas de Madrid.

-Carmen, cómo vas, menudas pupilas llevas –le dicen las mujeres al salir de misa.

Ella asiente o ríe, dependiendo del humor. El psicólogo Jeremy Dean publicó un estudio en el que dice que las pupilas se dilatan cuando una persona reconoce a gente de su misma ideología. Carmencita Franco sale de la iglesia como si saliese de la Cañada Real.

-Menudas pupilas, Carmen, arriba España –le gritan.

Hay una serenidad patológica en las viudas que de vez en cuando se reúnen en salones de té a jugar al gin rummy, partidas de cartas en las que se conspira para no morir. Se reúnen veinte mujeres dos veces por semana, muchas duquesas, todas amables, frías y religiosas como una célula durmiente. Nunca se sabe si se les ha muerto el marido o la tristeza. Las ancianas se juntan para ir a misa, jugar a las cartas, beber en copa balón y viajar por el mundo. Hace poco fueron todas a Pekín, otro día al Vaticano a tomar café con el Papa. Carmencita mueve a sus viudas como Di Caprio a sus amigos en avión privado para ver boxeo.

Un día a Pitita Ridruejo, autora de la mejor frase de la historia (“A mucha gente no le conviene que llegue el Apocalipsis”, dijo como reprochando), le preguntaron por qué las mujeres de la alta sociedad, Cuqui, Fefa y ella misma, tenían nombres de perrita. Contestó simplemente que eran tontas, aunque yo creo que no tienen un pelo. El titular de la entrevista fue: “El Apocalipsis ha llegado, esto no es normal”.

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Carmencita Franco baja a Serrano como un globo, bien conservada y con piel suave de delfín; no hay forma de que no la miren, sobre todo por su barrio, el de Salamanca. “No bombardeéis ahí que nos están esperando”, dijo el general, y ella vive en Hermanos Bécquer porque nunca se sabe. Nenuca la llamaba su padre, que a los ocho años la sacó de actriz ante las cámaras en medio de la guerra para mandar un mensaje a los niños nazis.

-¿Quieres decir algo a los niños alemanes? –le pregunta Franco.

-Pero, ¿qué les digo?

-Lo que quieras.

Y acto seguido Franco empieza a susurrarle de pie lo que la niña va repitiendo en alto, con tanta torpeza que el general sale en plano hasta que alguien se da cuenta y lo cierra en la niña, que bien pudo ser peor y cerrarlo en el padre: habría tenido una voz más masculina. La cara de la madre, Carmen Polo, es de estar perdiendo la guerra.

-Pido a Dios que todos los niños del mundo no conozcan los sufrimientos y las tristezas que tienen los niños que están aún en poder de los enemigos de mi patria. Yo deseo que todos los niños españoles tengan una casa alegre con cariño y con juguetes. Y, por eso, envío un beso a todos los niños del mundo.

No se sabe qué les importaba eso a los niños nazis, que estaban organizando la invasión de Europa, y no le contestaron nunca.

Vázquez Montalbán le hizo decir a Millán Astray a propósito de Carmencita: "Esa chica es tan entera como su padre, pero en más hombre". Se casó con Cristóbal Martínez-Bordiú, del que su hijo dijo que era un señorito andaluz que buscaba un braguetazo para pegarse la gran vida (al marqués de Villaverde le llamaban el marqués de Vayavida). Ese hijo, José Cristóbal, tuvo una reacción de Hollywood al morir su abuelo dictador: lo dejó todo para meterse a militar y seguir sus pasos, no se sabe si literalmente. Jimmy Gimémez-Arnau lo presentó en su libro sobre los Franco como “un militar, el más serio, con una profunda vocación castrense y una idea solemne y honda de lo que fue su abuelo. Sin miedo a errar, el que lo tiene más claro. Quiere ser militar a toda costa”. Un día José Cristóbal entró en la redacción de Interviú y anunció entre chicas en tetas que dejaba el Ejército porque el uniforme le ponía cara de “gilipollas”. La que se nos quedó a nosotros cuando terminó casándose con la mujer más guapa de España, José Toledo. Así acabó la tradición militarista de los Franco, que se fue disipando entre rentas y alquileres de palacios para porno soft.

Cristóbal Martínez-Bordiú fue médico sancionado en democracia por vago (vago de profesión y de democracia), y a principios de los 90 ya se estaba dejando cosas dentro de los pacientes, como unas gasas dentro de un tórax. “En vez de unas gasas pudiste haberte olvidado el fascismo”, le dijo un jefe de planta. El primo de Franco contó en sus memorias que Carmencita buscaba amigas feas para que el marqués apaciguase el instinto. Murió de frivolidad entre las ruinas del imperio firmando una frase sobre el patrimonio del dictador, que el yernísimo administró como un granjero de Illinois: “Llega un momento en que la vaca deja de dar leche y hay que comérsela".

La salida de misa en algunos lugares sigue siendo la Transición. Carmen Franco se recoge dentro de unos abrigos de mucha piel y se despide de la gente como si se marchase de una época. El frío le rejuvenece la cara y le tensa los labios. Ha comulgado y está en paz con España y con Dios, en orden cambiante. Todos los años va a su puesto del Santo Sepulcro en un rastrillo de Madrid (vestido de caballero de la orden del Santo Sepulcro de la Orden de Jerusalén apareció su marido en la boda, que casi no le dejan entrar por pensar que estaba de broma) a ejercer la caridad, uno de los pilares que permanecen incorruptibles de la sociedad de entonces: que el departamento de pobres y necesitados lo lleven mujeres importantes, como las señoras de los congresistas americanos.

Carmen Martínez Bordiú y Carmen Franco, durante la corrida de la beneficencia en Madrid.
Carmen Martínez Bordiú y Carmen Franco, durante la corrida de la beneficencia en Madrid.gtres

El rastrillo lo lidera Pilar de Borbón, hermana de don Juan Carlos, y a él van toreros, motoristas y aristócratas a recaudar fondos. En 2012 se presentaron unos funcionarios municipales a decir que aquello tenía alguna deficiencia y no podía inaugurarse al día siguiente. Varias mujeres se echaron a llorar sacando de golpe pañuelos de iniciales bordadas en hilo de oro y otras permanecieron calladas sin dar crédito a aquel violento choque con la autoridad. Doña Pilar se subió a una mesa y arengó a las duquesas diciendo que de allí al día siguiente las sacarían a todas la Policía, pero el rastrillo se iba a celebrar como había Dios, que lo había y mucho. Con la luz atravesándole el pelo blanco doña Pilar parecía Rafael Alberti gritando en su jardín en medio de la guerra. Puño en alto, la presión popular terminó por arrodillar a Ana Botella, que les dio los permisos no fueran a acampar las duquesas en Sol para jugar al gin rummy y beber en copa balón. Tras la revolución, la Gran Duquesa María declaró: “Muy angustioso, muy angustioso”.

Hace unos años el Abc hizo un mapa a sus lectores para contarle a dónde iban a misa los creyentes más famosos de Madrid, una especie de hit parade de la comunión. Dónde se creía más, dónde se creía mejor, a quién te gustaría encontrarte en el ejercicio de la fe. De todos Carmencita es la que más va al norte, a San Francisco Borja de los Jesuitas, donde comulgó Carrero antes de que le volaran de un bombazo. El coche del almirante aterrizó en un tejado y el primero que llegó fue un cura que como primera medida de auxilio hizo la extremaunción sin saber quiénes estaban dentro. Cuando se conocieron las identidades de las víctimas se hicieron nuevas extremaunciones, esta vez a conciencia. Desde la iglesia, esa zona cero que dejó a su padre entre las lágrimas y el laconismo (“no hay mal que por bien no venga”), Carmen Franco Polo tiene que recorrer para llegar a su casa 200 metros que a veces hace acompañada de María Dolores Bermúdez de Castro, duquesa de Montealegre. Las dos son amigas íntimas, inseparables, y a veces se juntan con la condesa viuda de Maura o con María Queipo de Llano o con quien sea, que ya son mayores de edad.

Carmencita es una mujer aún bella, encogida, menos que cualquier persona de su edad a la que se puede meter en el bolsillo. Fue siempre noticia y siempre noticia absurda, pero eso no le amargó la vida porque al fin y al cabo pertenecía a un programa genético, un arquetipo de las que habrían de ser nenucas de España. Hace poco leí que el hijo de un gran sultán estaba deprimido y se quería pegar un tiro, y hacía las declaraciones a una revista de la jet encima de un sofá enorme, más grande que un barrio de chabolas. La familia en cierto sentido aplasta, encorva: los llevas a todos a la espalda, no digamos cuando mueren. Se van acumulando primero en el dobladillo de la nuca y luego repartiéndose el peso hasta que te agachan de tal manera que pueden enterrarte en una cajita de dominó.

Si a los 14 años a Carmencita Franco le apetecía ir a ver el Museo Naval la recibía el ministro de Marina, el director, los ayudantes y los periodistas, que hacían crónica: “Salió complacidísima de la visita”. Al terminar a la niña el ministro, que estaba para esas cosas porque en España entonces no había mar, le regalaba un modelo de galeón del siglo XVII. Si los industriales valencianos en aquella época de bonanza, años 40, querían hacerle regalos, se presentaban en El Pardo con todas las autoridades del mundo y los periodistas, que informaban al día siguiente de que la niña había recibido trajes y abanicos, algo que le produjo “grata impresión”; al terminar la ofrenda se pasaba casualmente su padre, Francisco Franco, y preguntaba a los industriales por la exportación de la naranja y los tejidos de seda. En cierto modo Carmencita era como una especie de pantano móvil, todo el día inaugurándola por éste o aquel motivo. El dictador la había explotado en la guerra con más habilidad que a los moros para presentar su lado casual, el lado casual de Franco, un hombre entregado a su familia y a una vida apacible mientras bombardeaba España.

En medio de la guerra se sucedieron reportajes alentadores, verdaderas filigranas literarias en las que Carmencita hace las veces de Blondi, la perra de Hitler, con la que Franco pudiese volcar su humanidad. Los asesinos generalmente necesitan al menos unas horas al día para demostrarse a sí mismos que nunca se abandona el amor del todo, como tampoco el odio. Juan del Mar, que acabaría escribiendo un libro de título misterioso (‘Yugo y Flechas’), dijo haber sorprendido al Caudillo en medio de la guerra en su vida privada con unas fotos en las que la familia parecía haber posando los últimos quince años. “El Caudillo acaso había regresado de algún frente donde se realizan operaciones trascendentales. En sus oídos traía el trueno artillero redoblando gloriosamente, y en sus ojos plasmada la visión de horror de un pueblo en llamas que un bárbaro enemigo había incendiado, para que España, en su inevitable reconquista, sólo encontrara escombros; y para descansar de la visión terrible y grandiosa se sumergió por unos momentos, como en un baño reparador, en la paz de su hogar, donde las señoras hacen labor casera en un remanso del jardín y los niños juegan alegres e inocentes”.

A medida que las tropas franquistas avanzaban lo hacía también la literatura, y a la retirada de la Generación del 27, espantada, exiliada o fusilada, le siguieron verbos de no salir de cama, construcciones sintácticas inabordables y un polvo al que primero se empezaron a acostumbrar las palabras y más tarde los españoles. Ese el polvo cayó primero sobre los periódicos y acabaría cubriendo los tejados de las casas: se reconocía a un fascista por un adverbio, por el uso de un adjetivo concreto, por la manera atildada de aparentar tradición cuando sólo era una forma de terrorismo dulzón y encubierto. La escritura reblandecida, gomosa, que hacía rebotar el dedo si se apoyaba en alguna esdrújula, se estaba pareciendo a Franco. Lo cubrió todo y de tal forma que sus cronistas lo tenían presente ya no en el fondo sino en la forma, como si aquel estilo se impusiese al igual que Roma, gracias a Dios, impuso una arquitectura. Se escribía en Franco.

“Viendo el cuadro de su familia afortunada, porque es dichosa y tiene el sentido cabal de la vida y porque reza a Dios mañanas y noches, el salvador de España piensa en otros niños infortunados”, cuenta una portada de ABC en 1937, que advierte con paternalismo la idea que Franco tiene para España: un país de niños. “Por su ancha frente generosa pasa la idea de una España tranquila, pacificada verticalmente –desde la raíz hasta la cumbre- y en que los niños no se vuelvan a ver expuestos en su cataclismo aterrador. Él quisiera que todos los niños españoles, en la España de porvenir que está forjando, tuvieran la alegría de la hija y sobrinos suyos y perfumaran cada día nuevo con una oración a la Virgen que, como un símbolo, lleva un Divino Niño en su brazos” (la Virgen estaba anticipando las promesas electorales del caudillo).

En tanto que niña, que lo fue hasta donde quiso, a Carmencita le tocó ser patrón oro. Una alumna de 11 años de un colegio de Santiago escribió una carta sentidísima a Abc en los que reclamaba ayuda de todas las niñas de España para que firmasen en un pergamino gigante que enviar a Carmencita. Pedía la constitución de comisiones locales en los ayuntamientos que coordinasen la entrega de firmas y que cada una, niña boyante de posguerra, aportase entre cinco y 25 céntimos; se reclamaba que fuese enviado a la primera Junta de Niñas constituida para regalarle un pergamino con firmas a la hija del Caudillo. La razón de tanto amor fue que la gallega escuchó en Radio Castilla de Burgos una locución de Carmencita Franco Polo en la que enviaba un beso a todas las niñas de España por las fiestas de Pascua. Las niñas de España, por tanto, estaban en deuda con ella. La carta al director se despedía de repente con un “le envía un beso su amiga Teresita” que me tuve que levantar a ver quién era el director.

Franco quería ser un niño, o eso decían sus cantores más envenenados. En su peripecia por la vida privada del general, dos cuartillas y ninguna revelación de interés, más allá de que el Caudillo solía respirar oxígeno cuando tenía tiempo libre, Juan del Mar escribió que Franco daría todos los bienes de la tierra por los momentos inefables en que oye "reír a los niños y cantar a los pájaros", única música de su vida doméstica. “Su mano, desguantada, ha dejado de apoyarse en el pomo de una espada invicta: empuña la raqueta de juego de niños en el jardín. Quisiera ser un niño más, y lo es durante los momentos felices en que Dios le brinda de sosiego”.

A veces en mitad de la guerra Franco cogía el coche y montaba a su mujer y su niña en una especie de road movie. Lo que hacían era atravesar el “severo paisaje castellano, bebiendo a bocanadas el aire grave y limpio de esta Castilla que le da el sentido exacto de la raza”, o sea que también respiraba . Un reportaje de la época describió esa alocada huida a ninguna parte en la que los tres llamaban a las puertas de un viejo monasterio “que se alza entre encinas y trigos en algún pueblo cuyo nombre recogió el romancero” y allí se ponían a rezarle a algún Cristo trágico o un santo milagroso, interrumpiendo de forma grave el viaje que anticipó el de Kerouac y Cassady pero marcha atrás. Rezaban juntos, los tres, “una plegaria sentida y cristalina por la gloria y el triunfo de España”.

No sé si Carmencita empezó a ser consciente de Franco antes que yo. Entre algunos de los pecados capitales de la familia está el de ocultarlo todo: hay quien muere viendo a un padre sólo como a un padre. La primera vez que me encontré con un Franco de bruces fue desinteresadamente, cuando estaba leyendo el libro de Jimmy Giménez Arnau y empezaron a salir Francos por todas partes como en una novela de zombis. Unos empiezan a saber de la dictadura por Vizcaíno Casas y otros vamos a lo práctico. Jimmy se encontró con Carmencita ya vieja, en su piso de Hermanos Becquer, y lo que le dijo la duquesa fue que se iba a jugar a las cartas a la Fundación. Es casi seguro que Carmencita supo antes del gin rummy que del franquismo, y aún no es seguro que lo sepa ahora. Después de Carmencita se nos apareció a Jimmy y a mí la Señora, a la que llamaba la Diosa de la Decadencia porque vivía en una nube de la que sólo descendía a atender asuntos minúsculos. “Sólo me queda ver ingratitud”, decía Carmen Polo deambulando por el piso entre cuadros de Paco, amargada porque le habían retirado la escolta.

Cuando empecé a ir a misa a San Francisco Borja de los Jesuitas donde las señoras al salir le gritaban a Carmen que menudas pupilas tenía, también empecé a revelar algunos negativos que se habían quedado dentro, reportajes en los que de algún modo me había quedado a vivir y no encontraba la manera de sacarlos fuera. Era la presencia de Dios, el sustituto de Franco para la primera generación sin él: los primeros que no lo encontramos al lado de los crucifijos al llegar a clase, los primeros que no tuvimos que tropezárnoslo en cada foto de periódico o mosaico de verbena. Parte de lo que queda del franquismo es también lo que queda de Dios. La incrustación familiar del dictador en las casas como figura paternal y recta tuvo que ser sustituida a toda prisa por la de su segundo de a bordo.

En aquella iglesia ya no había franquismo sino restos de Dios, maderas del naufragio que el cura iba recogiendo de un lado a otro como si fuese a subirse de nuevo el telón.

El mérito de Carmencita es que esto lo ha pasado casi sin querer, obedeciendo al padre, que decía no meterse nunca en política, y dedicándose a la pobre dolce far niente que procuraba las estrecheces morales de la época: unos naipes, unos chistes malévolos, llegar tarde a misa, el locurón de viajar, o sea salir de España. De su marido el marqués, al que costaba diferenciar en sus buenos tiempos de la caricatura más exaltada, decía que estaba desequilibrado y no le hacía caso, ni ella ni ningún otro Franco. A la boda de Merry y Jimmy, con todos de etiqueta y trajes pesados en pleno bochorno, el marqués a los postres ya estaba vestido de tenista, y ocupó una pista a la que se fue a pegar bolas mientras los jóvenes le decían “marqués, no das una, marqués” y él los llamaba “socialistas”.

Carmencita no encontró una figura peripatética y horrorizada de sí misma en su padre, que tenía todas las papeletas, sino en su marido. No recibió amor, sólo algún salvoconducto, y el único escándalo caro que protagonizó en vida fue cuando la pararon en la frontera con un montón de oro.

En el retorcimiento absoluto de sus trovadores en la gesta con la que pretendía equipararse al Cid se llegó a la conclusión de que en lugar de la guerra Franco había hecho una declaración de amor. “Es la preocupación central del alma del Caudillo", escribió Manuel Siurot. "Todo soldado que cae es un dolor para nuestro glorioso jefe. Esto nace del amor. Franco y sus generales aman al soldado, los jefes y los oficiales lo aman también y tienen que hacer dentro de las dificultades de la lucha el prodigio de ganarla con la sublime economía de sangre. Los rojos no aman de veras a sus hombres y por eso no se cuidaron de la sublime economía. Es la guerra no sólo una demostración de fuerza y de inteligencia, sino de amor. El día que las llamadas democracias conozcan el derroche de amor que Franco y los suyos están haciendo en la guerra no tendrán ojos bastantes para llorar de arrepentimiento (…) Saludemos, pues, al más grande economista de sangre que ha habido jamás en las guerras”.

Todo era amor entonces: el dictador del amor y nuestro mayo parisino del 36, cuando el país empezó a reventar de amor.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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