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Franquismo

El 20N en Las Ramblas

Visión de Franco a través de varios encuentros más o menos cercanos de un niño de Barcelona

Josep M. Colomer
Franco y su mujer, Carmen Polo, tras entregar la Copa del Generalísimo al capitán del Barcelona, Segarra, en 1957.
Franco y su mujer, Carmen Polo, tras entregar la Copa del Generalísimo al capitán del Barcelona, Segarra, en 1957.EFE

Cuando llegué a la fuente de Canaletes, un grupo de fachas con palos y puños de metal ya estaba allí. Como la parte superior de La Rambla es el punto de encuentro típico de manifestaciones políticas y celebraciones deportivas, estaban esperando a cualquier progre que pudiera aparecer sonriendo. Elena y yo, como muchos de nuestros amigos politizados, habíamos guardado una botella de champán en la nevera desde principios de octubre, cuando se anunció que el generalísimo Francisco Franco estaba, por fin, gravemente enfermo. Pero dado que su agonía clínicamente prolongada duró varias semanas, nos bebimos la botella una noche para la cena y la reemplazamos con una nueva para cuando llegara la ocasión. Por fin, hoy hacia las cinco de la mañana mi hermana Montserrat me llamó por teléfono: "Desperta, és un nou dia!", dijo, citando un poema recientemente musicado. La radio lo había anunciado. En el kiosco de la esquina compré todos los diarios con la primera página histórica e hice unos cuantos comentarios con algunos vecinos, alegres aunque contenidos. Era, sin embargo, un día normal, así que tuvimos que trabajar como de costumbre. Unas horas más tarde vimos al jefe del Gobierno sollozando en televisión mientras leía el comunicado oficial.

Mis abuelos maternos sacaron la bandera española que yo no sabía que guardaban en el arca del recibidor y con entusiasmo mi madre la colgó en el balcón

Vi a Franco en persona unas cuantas veces. La primera fue en una de sus visitas a Barcelona cuando yo tenía seis años de edad. Mis abuelos maternos sacaron la bandera española que yo no sabía que guardaban en el arca del recibidor y con no poco entusiasmo mi madre la colgó en el balcón con agujas de tender la ropa. A media tarde, nosotros cuatro -mientras mi padre estaba en el trabajo y, probablemente, no tan entusiasta- fuimos a la plaza de España para ver cómo habían decorado el monumento para la bienvenida, y allí estaba, el general en un coche descapotable saludando a la gente que alrededor de las dos aceras de la Gran Vía -entonces llamada Avenida de José Antonio, por el fundador de la Falange- aplaudía con fuerza y sin parar.

Dos años más tarde, la ocasión fue más ambigua ya que implicaba a mi amado Club de Fútbol Barcelona. Excepcionalmente, los dos finalistas de la Copa del Generalísimo eran los dos equipos de la ciudad, el Barça y el Español, por lo que decidieron que la final no se jugara en Madrid, como de costumbre, sino en Barcelona. El campo neutral fue el estadio de Montjuïc, que había sido construido para una Exposición Universal a finales de los años veinte y se había vuelto a utilizar para una especie de juegos pseudo olímpicos del Mediterráneo a principios de los cincuenta. Mi tío Manuel, el fan número uno del Barça en la familia, me llevó a mí, su sobrino mayor, a la final, para mi alegría insuperable. Justo antes de que comenzara el partido, con el estadio ya lleno, ahí estaba otra vez, llegando en su uniforme brillante y con medallas al palco presidencial, un poco a nuestra derecha, entre la fanfarria del himno y los aplausos. La atención de la gente, sin embargo, se concentró en el partido. En esta ocasión él no fue el protagonista, sino solo un invitado más a nuestro evento, aunque ciertamente uno muy peculiar. Los verdaderos protagonistas fueron mis ídolos: el portero Ramallets, el mago Kubala y todos los demás. El partido fue tan competido como es habitual entre los dos equipos de la ciudad porque como el Español es mucho más flojo, la única motivación en la vida de sus jugadores y seguidores es ganar al Barça. En la segunda parte, sin embargo, uno de nuestros jugadores suplentes, Sampedro, marcó lanzándose hacia la pelota con la cabeza por delante. Ganamos y el gran fulano tuvo que aplaudir al Barça.

Tres años después, mi abuela Conchita comentó un día que había visto cientos de ejemplares del diario La Vanguardia esparcidos por el suelo en la Diagonal, que ahora se llama oficialmente Avenida del Generalísimo. Era en protesta por los insultos contra los catalanes que el director del periódico, en realidad nombrado por Franco, había pronunciado en público. Mi abuela, suscriptora de La Vanguardia y la principal impulsora de las tomas de posición de la familia con respecto a Franco, se refirió a las protestas con cierta diversión.

El agua arrasó buena parte de las fábricas de Rubí, Barcelona, en las inundaciones de septiembre de 1962.
El agua arrasó buena parte de las fábricas de Rubí, Barcelona, en las inundaciones de septiembre de 1962.Archivo Roset
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Sin embargo, apenas unas semanas después ella y su marido me llevaron de nuevo a una celebración con Franco, ahora en el nuevo esplendoroso estadio del Barça. La ocasión fue una "Demostración Sindical" organizada por el Gobierno el Primero de Mayo, como una alternativa a las manifestaciones de los trabajadores de todo el mundo y a los intentos de los grupos de la oposición antifranquista de levantar la voz ese día. El espectáculo lo organizaba cada año una agencia de los sindicatos oficiales llamada Educación y Descanso. Se inspiraba de alguna manera en los típicos desfiles nazis y soviéticos y era transmitido durante varias horas por el canal único de televisión. Siempre tenía lugar en Madrid, pero, tras las protestas catalanistas, por una vez trajeron el espectáculo a Barcelona, esta vez dedicado a los deportes y a los folclores regionales "por la unidad de los hombres y las tierras de España". Sobre el césped del estadio de fútbol instalaron un velódromo y dos grandes piscinas. Supongo que a mis abuelos les habían dado entradas gratis, como a todos los demás asistentes, pero aún así... Llegamos temprano y los tres estábamos dando una vuelta por los pasillos del estadio cuando vimos un grupo de gente que se movía frenéticamente a solo unos metros de distancia. Él acababa de llegar, con solo unos escoltas; mi abuela me dijo: "mira eso", así que yo, con apenas 11 años de edad, corrí y me mezclé entre los adultos, no muchos más de una docena, que lo saludaban con aplausos cuando entraba caminando al palco presidencial. Franco pasó por delante de mí, a menos de un metro de distancia. Fue algo fugaz e inverosímil.

En la final de la Copa del Generalísimo, entre el Barcelona y el Español, por una vez no fue él el protagonista, sino los jugadores

Dos años más tarde, cuando tenía 13 años, mi padre me hacía trabajar varias horas al día durante las vacaciones de verano con la intención de instruirme acerca de la dureza de la vida. Así que cada mañana nos levantábamos a las siete y nos íbamos en su coche desde mi querido lugar cerca de la playa a trabajar como ayudante de delineante en una oficina de negocios en el Paseo de Gracia, en pleno centro de la ciudad. Un día vimos por la carretera que las lluvias de septiembre habían desbordado el río Llobregat; de hecho, habían provocado enormes inundaciones en todos los pueblos de la zona. Durante varios años, docenas de miles de campesinos habían huido del hambre y la miseria en el sur de España y se habían instalado cerca de las fábricas industriales alrededor de Barcelona. Muchos de ellos vivían en cabañas construidas en cualquier descampado, incluso en los lechos de los ríos. Cientos de ellos fueron arrastrados por las aguas mientras dormían y murieron. Durante varios días la radio puso en marcha una campaña permanente para recaudar fondos para ayudar a aquella pobre gente. Mi abuela, siempre en sintonía, nos hizo saber que estaba dando algo de dinero. Una mañana en el trabajo, mi jefe el delineante me dijo que iba a pasar algo y junto con la mayoría de los empleados de la oficina salimos al balcón. Nada en la calle anunciaba un evento especial. Pero ahí estaba otra vez, cruzando la ciudad a través de su más elegante paseo para traer consuelo a los familiares de las víctimas de los suburbios y a la población en general. Creo que esta vez casi nadie a mi alrededor aplaudió, aunque la verdad es que teníamos ventaja ya que estábamos en un tercer piso y podíamos mirar el espectáculo desde arriba.

Hace unos pocos años, cuando ya era estudiante universitario, todavía vi a Franco una vez más, esta vez por sorpresa. Yo salía de una estación de metro y su caravana pasaba corriendo a gran velocidad por la avenida Meridiana. Él regresaba a la ciudad por la tarde, casi de incógnito, en la que sería su última visita a Barcelona. Me quedé sorprendido y molesto. Pero no vi a nadie que prestara atención. La mayoría de la gente que pasaba alrededor ni siquiera se dio cuenta.

A finales de septiembre, hace menos de dos meses, el general Franco organizó una de esas concentraciones masivas que tienen lugar periódicamente en la plaza de Oriente, en Madrid, y saludó desde el balcón del antiguo Palacio Real. Esta vez el encuentro era en contra de los pueblos y Gobiernos de varios países europeos que habían protestado por el fusilamiento de cinco activistas antifranquistas. El general, de 83 años, bajito, calvo y regordete, apenas podía leer algunos párrafos con una voz pastosa y casi ininteligible.

El general, de 83 años, bajito, calvo y regordete, apenas podía leer algunos párrafos con una voz pastosa y casi ininteligible.

El espectáculo, que fue transmitido en directo por la televisión, era vomitivo. El príncipe Juan Carlos estaba a su lado, mucho más alto que Franco, con un aspecto tenso y sombrío, mientras la multitud agitaba sus banderas y expelía sus rítmicos saludos. Tras varios minutos resistiéndose a hacer cualquier gesto, el príncipe acabó saludando brevemente con su brazo, lo cual se convirtió, por supuesto, en la foto de portada de todos los diarios al día siguiente. Yo no puedo entender cómo algunos de mis amigos y conocidos de Madrid pueden permanecer en la ciudad durante un día como este. ¿Se quedan en casa todo el día, con las puertas cerradas? ¿Se esconden debajo de la cama?

Así que hoy, con el fin de evitar a un grupo de ese mismo tipo de fachas que siguen homenajeando al dictador hasta el último día, nos hemos retirado de la celebración en Canaletes y hemos ido a cenar a un restaurante en la plaza del obispo Urquinaona, a un par de manzanas de distancia. Éramos unas treinta personas, entre ellas varios aspirantes a líderes que desean convertirse en políticos democráticos legales tan pronto como puedan. El ambiente era de alivio y de esperanza, aunque no de euforia. No ha habido discursos. Solo hemos estado charlando sin parar en cada mesa durante la cena. En un cierto momento, todos los presentes nos hemos levantado y hemos brindado por el futuro, con más fe que clarividencia. Sentíamos que nos habíamos quitado un peso pesado de encima.

 Josep M. Colomer es economista y miembro de la Academia Europea.

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