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José María Aznar (mayo 1996 - abril 2004)

Nostalgia imperial

Metió a España en el euro y también en una guerra impopular. Unió a la derecha y la condujo a la victoria. Un presidente que se ha reinventado como ningún otro

Jesús Rodríguez
El presidente del Gobierno en aquel momento, José María Aznar, durante una visita a Washington el 12 de noviembre de 2008.
El presidente del Gobierno en aquel momento, José María Aznar, durante una visita a Washington el 12 de noviembre de 2008.Getty Images

Diez días antes de la muerte de Franco fallecía en Madrid, rozando los 80, Manuel Aznar Zubigaray. Escritor, diplomático y periodista, era el abuelo de José María Aznar, un esforzado opositor a inspector de Hacienda, de 22 años, atildado, pilarista, futbolero, con novia formal desde ese verano de final de Derecho y escasas inquietudes políticas más allá de la general incertidumbre sobre el futuro del país. Don Manuel era para el joven Aznar mucho más que un fascinante aventurero que había sido director de periódicos, nómada incansable, equilibrista político y embajador de España ante las Naciones Unidas. Era su referente. Rotundo aliadófilo en ambas contiendas mundiales, condecorado por los belgas y los británicos, amigo de Unamuno y Ortega, Manuel Aznar había inoculado a su nieto José María la certeza de que el único porvenir para España se basaba en una democracia parlamentaria, abierta y homologable con las occidentales. Enfocada al Atlántico. Y refractaria a los totalitarismos. No había otro camino.

Esos eran, en noviembre de 1975, los mínimos cimientos políticos del que 21 años más tarde se iba a convertir en el cuarto presidente de Gobierno de la democracia española. Y el primero con el que la derecha volvería al poder en España tras seis décadas de atomización, destierro, nacionalcatolicismo, desprestigio y colaboración con el franquismo. La visión de que España había perdido desde el siglo XVIII todas sus oportunidades; que jamás se había sentado en la mesa de los ganadores; que había estado ausente en el nacimiento de la ONU, la OTAN y la CE; que no había desembarcado en Normandía ni acudido en ayuda de sus aliados, como una nación fiable y comprometida, tras Pearl Harbor, tendría mucho que ver en su ideario político, su imaginario personal y su proyección estratégica como primer ministro entre 1996 y 2004. Todo entreverado con sus lecturas de juventud cerca del Retiro madrileño. Una nostalgia del papel imperial de España en Europa y América (incluido Estados Unidos) y su fatal declive y decadencia; una crítica al derrotismo nacido del desastre del 98; a la falta de perseverancia en las tareas que acometía y la ausencia de horizontes comunes e ilusiones compartidas que unieran a la nación en busca de un horizonte de grandeza, irían fraguando el pensamiento de Aznar. Todo sumado a su percepción de que el futuro de la nación estaba en el Atlántico, como eje entre tres continentes, como había hecho siempre ventajosamente el Reino Unido. Nosotros, por el contrario, habíamos ido a la rueda de Francia en política exterior desde el XIX, algo que era más evidente que nunca en democracia, en relación al eje franco-alemán, una situación que había que revertir. Aunque fuera a costa de rendirse al amigo americano.

Fraga, tras romper la carta que le envió Aznar poniéndose a su disposición en el Congreso del Partido Popular en Sevilla en 1990, le da el abrazo del oso.
Fraga, tras romper la carta que le envió Aznar poniéndose a su disposición en el Congreso del Partido Popular en Sevilla en 1990, le da el abrazo del oso. Pablo Juliá

Aznar ya era un tipo duro, adusto, tímido y voluntarioso; convencido de que el éxito se obtenía a base de paciencia, prudencia y perseverancia; incapaz de dar un paso atrás, alérgico a perder (aunque fuera al balonmano) y que iría construyendo su personalidad a base de convicciones, principios y valores. De los que no estaba dispuesto a apearse. Ni apartarse un ápice. Lo que le convertía en alguien incapaz de reconocer un error. Llegado su momento, a partir de 1996, adoptaría como presidente un papel de reformista; de regeneracionista, dispuesto a ventilar España y darle los mejores años de su historia, con un estricto programa político (a décadas vista) para que la nación recuperara un papel protagonista en el concierto internacional y su propia autoestima tras siglos de sequía. Está convencido de que lo consiguió. Y de que consiguió la mayoría absoluta en las elecciones de 2000 gracias a una combinación de pedagogía, coherencia y perseverancia de la que hoy se carece en política.

Aznar afirma que su detonador; lo que realmente le puso en marcha políticamente tras la muerte de Franco fue el espíritu de la transición condensado en la Constitución de 1978. En esa fórmula concentra el éxito de España de las últimas décadas. En la transición detecta ese espíritu de vitalidad, concordia, compromiso, patriotismo, generosidad, igualdad, unidad, integración y consenso que para él siempre había estado ausente en la nación española. Un proyecto común. Como la Constitución de Cádiz de 1812. Algo que incluso uniera las dos orillas del Atlántico. “Mi propósito a partir de 1996 como presidente fue continuar ese camino iniciado por Adolfo Suárez y seguido por Felipe González; ser una pieza más en la historia de España. Que no hubiera saltos ni discontinuidades. Por eso nunca he puesto en cuestión el esfuerzo común de la transición. Si sus pilares eran buenos ¿para qué cuestionarlos ahora? Poner en cuestión la transición ha hecho que España entre en crisis. Y las crisis políticas son mucho peor que las económicas, que nadie se olvide. Mi idea al irme voluntariamente del poder fue que otros continuaran ese modelo y el espíritu de la transición. No ha salido así. Ha salido de otra manera. Se acabó ese sueño”, declara ahora.

Aznar ya era un tipo duro, adusto, tímido y voluntarioso; convencido de que el éxito se obtenía a base de paciencia, prudencia y perseverancia e incapaz de dar un paso atrás
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En los 80 lo primero que tenía que hacer era crear una alternativa política al triunfal socialismo de Felipe González. Ilusionar al electorado. Convertir la rancia Alianza Popular, concebida en 1976 por un manojo de exministros del franquismo de sombrío terno cruzado y que apenas abarcaba bajo sus siglas la enorme variedad del fragmentado centro derecha español, en una formación liberal-conservadora presentable y homologable, digna heredera del canovismo decimonónico y con un compromiso claro con la Constitución de 1978; dinámica, centrada y que arramplara con todo el espectro ideológico que se encontraba a la derecha de la izquierda. La tortilla cuajaría en abril de 1990, durante el Congreso del partido en Sevilla; no se trataba de un mero cambio de nombre y siglas (de Alianza Popular a Partido Popular), suponía, sobre todo, la arribada a las orillas aznaristas de exucedistas, populistas, democristianos, liberales e, incluso, algún socialdemócrata, ausentes durante 15 años de la formación de Manuel Fraga Iribarne, bajo un eslogan de amplio espectro: “Centrados en la libertad”. Fue un objetivo históricamente de matrícula de honor.

Aznar tenía la ideología; la energía, el vehículo y las huestes. Además, desde mediados de los 80 contaba con dos elementos más en su arsenal. Un ultraliberalismo económico trufado de conservadurismo social y músculo militar, calcado del de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Y, sobre todo, en esa misma línea de pensamiento, un novedoso laboratorio de ideas, la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), creado en Valladolid en 1988 a su imagen y semejanza por Miguel Ángel Cortés, que iría absorbiendo (manu militari) a todas las fundaciones políticas de la caduca Alianza Popular. Serviría primeramente de banderín de enganche de intelectuales, profesionales, empresarios y diletantes que no militaban en el PP, que aportarían ideas y reflexiones para sus programas electorales, y, tras la victoria de 1996, cumpliría el papel de cantera para la provisión de jugosos cargos en la Administración, desde ministerios y secretarías de Estado a la presidencia de las codiciadas empresas públicas, una cincuentena de las cuales serían privatizadas con luces y sombras en la primera legislatura aznarista y que hoy ocupan el 'top' del Ibex 35.

De aquellos años surgiría una nueva generación de superejecutivos españoles (algunos amigos íntimos de Aznar y su mano derecha en lo económico, Rodrigo Rato) cuyo futuro ha sido de lo más variopinto, desde las fortunas y el estrellato hasta el olvido e, incluso, los juzgados: César Alierta, Francisco González, Alfonso Cortina, Francisco Pizarro, Juan Villalonga o Miguel Blesa.

La llegada al poder de Aznar en 1996 tuvo además, según él mismo, otra inopinada consecuencia: el pacto de investidura del PP con las derechas nacionalistas (Convergència i Unió, Partido Nacionalista Vasco y Coalición Canaria), “que suponía el reencuentro (o, más bien el encuentro), entre la derecha española y la nacionalista. La idea de marchar juntos por un camino de prosperidad y modernización. Lo logramos. Fueron ellos los que se apartaron. Y se equivocaron. A partir de 2001, Jordi Pujol tuvo claro que el éxito de España le venía mal. Los nacionalistas catalanes tuvieron que elegir entre implicarse más en la gobernabilidad de España, incluso entrando en mi Gobierno como les ofrecí claramente, o la ruptura. Escogieron la segunda opción. Pujol me dijo: ‘A mí, el pacto constitucional ya no me vale’. Él sabrá porqué"

Para Aznar, su primera legislatura como presidente (con 159 escaños, lejos de los 175 de la mayoría absoluta) supuso la posibilidad de materializar algunas de sus ideas fundamentales en un marco de consenso. Destaca tres. La recuperación económica y las reformas necesarias para ingresar en la primera tanda del euro (le gusta recalcar que España había llegado siempre tarde hasta ese momento al nacimiento de la ONU, la OTAN y la UE), la lucha contra el terrorismo de ETA (negociación incluida) y la recuperación del prestigio internacional en Europa y América.

El expresidente del Gobierno, José María Aznar, junto a George Bush, Jacques Chirac y Gherhard Schroeder, en un descanso durante la cumbre del G-8.
El expresidente del Gobierno, José María Aznar, junto a George Bush, Jacques Chirac y Gherhard Schroeder, en un descanso durante la cumbre del G-8. Archivo

La entrada en el euro suponía poner en marcha una nueva política y filosofía económica de crecimiento basado en la modernización, estabilidad, disciplina fiscal, liberalización, privatizaciones y bajada de impuestos. Con esa victoria España lograba (según él) sentarse por primera vez entre los grandes. La lucha contra ETA se convertiría en otra de sus obsesiones. Una guerra sin cuartel. La banda terrorista había asesinado en 1995 al concejal donostiarra del PP Gregorio Ordóñez y lo había intentado hasta en cuatro ocasiones con el mismo Aznar (en 1995 estuvo a punto de conseguirlo); secuestrado en 1996 a José Antonio Ortega Lara y raptado y asesinado en 1997 al concejal Miguel Ángel Blanco. Aznar explica que cuando llegó al Gobierno tomó la decisión de enfrentarse al terrorismo con todas las consecuencias, pero sin romper los consensos: “Íbamos a pasar del empate infinito y la victoria imposible, a esto lo vamos a ganar; pasamos de pensar en cómo integrar Batasuna, a ilegalizarla. Y ganamos. Aún queda mucho por hacer. No se puede bajar nunca la guardia con los terroristas”.

El último capítulo del consenso entre el gobierno de Aznar y la oposición en materia antiterrorista sería la Ley de Partidos, aprobada en junio de 2002 con el voto del PP, PSOE, CiU, Coalición Canaria y el Partido Andalucista, que suponía el estrangulamiento social, económico y logístico del complejo en torno a ETA.

Aznar es incapaz de reconocer errores de gestión durante sus ocho años de mandato. Para empezar, la corrupción en sus filas políticas: “La corrupción no era un problema en España en nuestros años, si no mire las series del CIS, donde estaba a la cola de los problemas de los españoles. La corrupción como problema era cero. Algo haríamos bien”. Sin embargo, tras el éxito de su primera legislatura (con la entrada en el euro, el afianzamiento del crecimiento económico, la estabilidad y la creación de empleo), todos los errores se iban a concatenar en la segunda (2000-2004), aunque con algún brillante coletazo de reformismo aznarista, como la eliminación del servicio militar obligatorio en 2001.

Mi idea al irme voluntariamente del poder fue que otros continuaran ese modelo y espíritu de la transición. No ha salido así. Ha salido de otra manera. Se acabó ese sueño

En 1994, durante una entrevista, Aznar había afirmado que no seguiría en el poder más de dos mandatos. “Lo que ya era raro en este país; no tanto proponerlo, como cumplirlo contra viento y marea. Me fui porque quise y podía no haberme ido”. Aznar prometió y cumplió. Posiblemente la ansiedad por cumplir su largamente rumiado 'proyecto de país' en solo cuatro años, combinado con una holgada mayoría absoluta en el Congreso (183 diputados), y la total ausencia de crítica o disenso dentro de su partido, provocó que asumiera una hiperactividad cesarista que le condujo a enormes fallos de gestión como el del accidente del Yak 42 (en el que murieron 62 militares españoles), la catástrofe del petrolero Prestige en aguas de Galicia, y el atentado islamista del 11 de marzo de 2004 en Madrid (con 192 muertos), donde se insistió agónicamente por parte de su Gobierno en la autoría de ETA frente a la opción yihadista que se demostró la auténtica.

Sin embargo, entre luces y sombras, por lo que José María Aznar pasará a la historia es por su apoyo incondicional al presidente de los Estados Unidos George W. Bush en su acción militar unilateral contra Irak en 2003. Doce años después, Aznar no se arrepiente. “España salió ganando”. Para el expresidente, los atentados del 11 de septiembre contra Washington y Nueva York representaban el Pearl Harbor de nuestro tiempo; la guerra mundial de nuestra era; el comienzo oficial de una batalla global contra el terrorismo. Y, nuestro apoyo a los americanos, la ocasión de demostrar al poderoso aliado que estábamos a su lado y éramos un amigo fiable. Ese era el juicio estratégico del presidente. Aznar creyó que con la foto de las Azores España descendía del tren de Hendaya de Franco y Hitler y subía por fin al gran tren de la historia. Era una foto como la de Yalta, de vencedores; de muñidores de un mundo nuevo. Nadie en su Gobierno movió un dedo en contra de su decisión. Nadie.

Una década después de abandonar la política activa, Aznar ha logrado la total reinvención de su personaje. Alejado del partido que refundó y rodeado de un mínimo puñado de fieles (el resto ha sido eliminado de las listas electorales sin contemplaciones), preside FAES, el primer think tank español y número 60 del mundo (según la Universidad de Pensilvania), asesora a media docena de multinacionales, es profesor distinguido en universidades americanas, escribe libros, da conferencias, martillea al populismo latinoamericano, al régimen iraní y al poder 'blando' de Obama; exalza al libre comercio; jalea al Estado de Israel; suspira por una OTAN operativa; viaja 400.000 kilómetros al año y acaba de crear -“he demostrado que después de todo, de tantos años de política, se puede ser también empresario”-, el Instituto Atlántico de Gobierno, donde se imparte un máster de liderazgo, gobierno y gestión pública, con colaboradores como Mario Vargas Llosa o Ernesto Zedillo, dentro de su sempiterna visión liberal y atlantista del mundo y la historia. Y no pierde la ocasión de tirar de las orejas a su cachorro de 2004, Mariano Rajoy. Aznar, genio y figura.

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Jesús Rodríguez
Es reportero de El País desde 1988. Licenciado en Ciencias de la Información, se inició en prensa económica. Ha trabajado en zonas de conflicto como Bosnia, Afganistán, Irak, Pakistán, Libia, Líbano o Mali. Profesor de la Escuela de Periodismo de El País, autor de dos libros, ha recibido una decena de premios por su labor informativa.

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