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Adolfo Suárez (julio 1976 - febrero 1981)

El mito fundacional

Todo el brillo de Suárez se concentró en un solo instante, esos minutos en que plantó cara sin inmutarse al cañón de la pistola de un vociferante guardia civil empeñado en salvar España

Xosé Hermida
Suárez, meses después de abandonar la presidencia del Gobierno en 1981.
Suárez, meses después de abandonar la presidencia del Gobierno en 1981.César Lucas

En la política, como en el rock and roll, no hay camino más seguro para convertirse en leyenda que brillar con mucha intensidad durante muy poco tiempo coincidiendo con circunstancias excepcionales. La carrera política de Adolfo Suárez González ocupó tres décadas, pero su estrella refulgió apenas tres años, los transcurridos entre su designación como presidente del Gobierno, en 1976, y el segundo triunfo electoral de UCD, en 1979. El resto lo ocupó una sinuosa escalada por los subterráneos del franquismo, un calvario entre conjuras civiles y militares que culminó en el 23-F y finalmente un vano intento de resurrección con el CDS que se prolongó casi diez años llenos de contrariedades. Incluso se podría acotar más y concluir con el escritor Javier Cercas que todo el brillo de Suárez se concentró en un solo instante, esos minutos en que plantó cara sin inmutarse al cañón de la pistola de un vociferante guardia civil empeñado en salvar España.

Cuando Franco sucumbió definitivamente al “hecho biológico”, había algunos hombres que se sentían llamados a ejercer de parteros de un tiempo nuevo. Gentes como José María de Areilza o Manuel Fraga, cosmopolitas, políglotas y cultos, cargados de años de experiencia en las más altas instancias del Estado. Pero la Historia –si es que existiera tal cosa- prefiere a veces adjudicar el protagonismo a personajes de apariencia menor. En el caso de la España posfranquista el elegido fue un “chusquero de la política”, según él mismo se definía, un arribista de provincias, servicial y complaciente, que llegó a la presidencia sin más currículo que el de medio año de ministro, escudero de un notable del Régimen –Fernando Herrero Tejedor-, director general de TVE y gobernador civil de Segovia. Un mediocre licenciado en Derecho que, según diversos testimonios, es muy probable que no leyese un libro completo en su vida.

Suárez durante la jura de su cargo como nuevo vicesecretario general del Movimiento, en un acto celebrado en el Palacio del Pardo, presidido por el Jefe del Estado, Francisco Franco (i). Al acto asistieron el ministro secretario general del Movimiento, Fernando Herrero Tejedor (d) y Fernando Fuentes de Villavicencio (3º d).
Suárez durante la jura de su cargo como nuevo vicesecretario general del Movimiento, en un acto celebrado en el Palacio del Pardo, presidido por el Jefe del Estado, Francisco Franco (i). Al acto asistieron el ministro secretario general del Movimiento, Fernando Herrero Tejedor (d) y Fernando Fuentes de Villavicencio (3º d).EFE

Su más obstinado biógrafo, el periodista Gregorio Morán, cuenta que Suárez no tenía biblioteca en el salón de casa sino una mesa para jugar a las cartas, una de sus grandes pasiones. Puede que ahí estuviese la clave: en aquella endemoniada situación, más que un estadista sabio y prudente, lo que se necesitaba era un jugador de póker con toda su astucia, coraje y temeridad. Un tipo que sabía que se estaba jugando la vida, que dormía con una pistola en la mesilla de noche y que había avisado de que no lo sacarían del Gobierno más que “con los pies por delante”. Un apostador –Alfonso Guerra le despreció como “tahúr del Misisipi”- que se metió plenamente en su papel y que “ya se había preparado psicológicamente”, como señala el que fue su mano derecha en el CDS, José Ramón Caso, para que un zafio teniente coronel le amenazase un día con descerrajarle un tiro. Tal vez fueron sus mañas de farolero con las cartas las que le permitieron engañar a los procuradores franquistas para hacerse el harakiri con la Ley de Reforma Política o le mostraron el camino para legalizar el PCE en plena siesta de un Sábado Santo arriesgándose con un “salto al vacío”, como define aquella sorpresiva maniobra el profesor y miembro del colectivo Politikon Pablo Simón.

Después de tanto tiempo, ahora solo quedan el brillo de aquellos tres años vertiginosos que sirvieron para desmontar la dictadura y la estampa heroica de aquel hombre

El padre de la patria enterrado con todos los honores de Estado en marzo de 2014, el hombre que ha acabado encarnando el gran mito fundacional de la Transición, fue también uno de los políticos más vilipendiados de la historia reciente de España. Y no solo por la izquierda, que en su mayor parte –y pese a que Santiago Carrillo acabaría convirtiéndose en uno de sus escasos aliados- le veía como un franquista travestido. A Suárez lo crucificaron y lo despreciaron a partes iguales la derecha de su partido, adicta a la conspiración; la patronal de entonces; la banca, que financió la Operación Roca para arrebatar el centro al CDS; la Iglesia católica, furiosa con la Ley del Divorcio, y la autoridad militar, por supuesto. Según los testimonios que han ido aflorando en los últimos años, hasta el Rey que le había bendecido para el cargo acabó enemistado con él. Ni siquiera el gesto de dignidad frente a Tejero, su negativa a humillarse ante el bravucón uniformado, le reportó beneficio alguno. Leopoldo Calvo Sotelo ascendió a la presidencia del Gobierno, y Suárez acabó dejando un partido que se había creado puramente como un instrumento al servicio de su operación para desmantelar el régimen y fundar un nuevo sistema democrático. Año y medio después del fallido golpe, en las elecciones de 1982 que encumbraron a Felipe González, Suárez y su recién creado Centro Democrático y Social (CDS) lograron apenas 600.000 votos y dos irrisorios escaños. Tan desprestigiada estaba su figura que ni su reacción frente a la asonada logró revertir el suspenso que le otorgaban todas las encuestas. Y el ducado con que el Rey le obsequió tras dejar el Gobierno solo le sirvió para alimentar las chanzas sobre el personaje que tanto abundaban en la época.

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Casi tres décadas y media después, Suárez se ha convertido en el gran icono de la democracia española junto al rey Juan Carlos, aunque el prestigio de este sufrió un fuerte daño en la etapa final de su reinado. “Es un icono transversal, aceptado prácticamente por todos”, subraya el director de Metroscopia, José Juan Toharia. Ese instituto demoscópico sondeó en 2011 la opinión de los españoles sobre el expresidente. Lograba una nota de 7,9 y alcanzaba como mínimo el notable en todos los espectros ideológicos y en todos los tramos de edad. Si los votantes del PP le otorgaban un 8,4, los de IU le adjudicaban un 7. Y entre los que ni siquiera habían nacido cuando estaba en el Gobierno, los ciudadanos comprendidos entre los 18 y los 34 años, Suárez también obtenía un 7,1.

¿Cuándo se produjo ese enorme salto de figura unánimemente denostada a la única figura unánimemente reconocida de la democracia española? “A partir de 2000”, responde el politólogo Simón, “cuando el CDS se disuelve, y Suárez, que había sido una figura molesta durante mucho tiempo, abandona la política y entra en el terreno de los símbolos. Estoy convencido de que si continuase desempeñando algún tipo de rol político, no habría sucedido eso, que además ocurrió cuando él ya no era consciente”. El alzhéimer que le privó de memoria en los últimos años de su vida, junto a otras tragedias familiares que sufrió –las enfermedades de su esposa y una de sus hijas- contribuyeron también a revivir la simpatía general, según apunta José Ramón Caso.

El presidente del Gobierno Adolfo Suárez, solo en el banco azul del Congreso en septiembre del 79.
El presidente del Gobierno Adolfo Suárez, solo en el banco azul del Congreso en septiembre del 79.Marisa Flórez

Como secretario general del CDS, Caso vivió junto a Suárez aquellos años llamados de travesía del desierto, un peregrinaje que no llegó a ningún sitio hasta que sus protagonistas optaron por desistir. “Contra el CDS se desató una furia cainita”, asegura Caso, quien recuerda que a Suárez “le hirió profundamente el proceso de destrucción de UCD”. Él se sentía, según su fiel colaborador, “padre y responsable de la democracia”, pero en la mayoría de los lugares solo hallaba incomprensión. “Aun así, no lo vivió en ningún momento con un sentimiento de agravio personal”, afirma Caso. “Lo que sí le dolía era la ceguera de las clases dirigentes españolas, que no quisieron apostar por un mayor pluralismo político más allá de los dos grandes partidos que se formaron, PP y PSOE. Las cúpulas políticas, empresariales, intelectuales, de los medios de comunicación, no supieron valorar esa apuesta suya por el pluralismo más allá de la simple división entre derecha e izquierda”.

En ese aspecto, también el tiempo lo ha reivindicado. Y uno de los nuevos partidos que ha irrumpido para acabar con el duopolio político español, Ciudadanos, ha enarbolado el pabellón de Suárez y la UCD como una de sus grandes referencias. Ahora ya nadie recuerda al político oportunista y adulador que medró en las entrañas del Movimiento franquista, al presidente desbordado y sin rumbo aparente de la última etapa de UCD o al veleidoso líder del CDS que un día pactaba con los populares para encamarse al siguiente con los socialistas. Después de tanto tiempo, ahora solo quedan el brillo de aquellos tres años vertiginosos que sirvieron para desmontar la dictadura y la estampa heroica del hombre dispuesto a morir antes que arrodillarse frente a un militar sedicioso.

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Sobre la firma

Xosé Hermida
Es corresponsal parlamentario de EL PAÍS. Anteriormente ejerció como redactor jefe de España y delegado en Brasil y Galicia. Ha pasado también por las secciones de Deportes, Reportajes y El País Semanal. Sus primeros trabajos fueron en el diario El Correo Gallego y en la emisora Radio Galega.

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