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Residuos del franquismo

Los vestigios del franquismo no están tanto en los nombres de las calles como en la nostalgia por las soluciones mesiánicas

Francisco Franco responde emocionado a los vítores y aplausos de la multitud tras una manifestación de apoyo al dictador en octubre de 1975.
Francisco Franco responde emocionado a los vítores y aplausos de la multitud tras una manifestación de apoyo al dictador en octubre de 1975.EFE

Ni los programas de la educación formal ni la transmisión colectiva de la memoria han hecho lo suficiente por mantener ideas claras sobre Francisco Franco, el dictador que murió hace 40 años. Ahí están sus restos, enterrados bajo la losa de 1.500 kilos que cubre la sepultura de Cuelgamuros, sellada el 23 de noviembre de 1975 ante una corta asistencia de mandatarios extranjeros entre los que figuraba otro dictador como él: Augusto Pinochet.

Una forma sencilla de recordar la naturaleza de aquel régimen es rebuscar en los arcones de los abuelos o en los mercadillos de viejo. Hay que encontrar monedas de la época, en las que puede leerse esta leyenda: “Francisco Franco, Caudillo de España por la gracia de Dios”, rodeando la reproducción del rostro del militar que fue el principal responsable de los horrores cometidos en la Guerra Civil —con ayuda de sus aliados Hitler y Mussolini— y de la represión ejercida sobre los vencidos. El agitprop del régimen encontró en el Dios de los cristianos la fuerza legitimadora necesaria para sublimar el culto a la personalidad de Franco, sobre el que se acumularon ditirambos (“generalísimo de los ejércitos”, “centinela de Occidente”) para justificar el mantenimiento de un régimen sin derechos cívicos ni elecciones libres, sin soberanía del pueblo y sin otro partido político permitido que el Movimiento Nacional. Un régimen a la medida de un dictador que, en palabras del historiador Santos Juliá, “abominaba del siglo XIX, aborrecía el liberalismo, despreciaba la democracia”, (El PAÍS, 3/12/1992).

Los vestigios que sobreviven

Algunas de las obsesiones franquistas han pervivido. Hace tiempo que el filósofo Fernando Savater advirtió sobre los residuos tóxicos que provienen de la larga contaminación franquista; por ejemplo, “la animadversión a la ‘política’ y los ‘políticos’, que lleva a tantos a repetir la principal reconvención paternal del Caudillo: "Haga como yo, no se meta en política", (EL PAÍS, 20/11/1992). 40 años más tarde de la muerte del dictador, todavía el CIS pregunta a la gente, literalmente, si “es mejor no meterse en política”: y el 43,6% dice estar de acuerdo, según el más reciente estudio del instituto demoscópico oficial.

Los organizadores de grandes manifestaciones muestran ahora tan poco respeto a la verdad como la televisión franquista

No es difícil descubrir la desconfianza de los autoritarios hacia la política democrática en la forma de jalear las citas electorales cuando no concitan mayorías aplastantes, como si la apatía o el desinterés coyuntural por una convocatoria a las urnas confirmaran que la política y los partidos equivalen a vilezas. No hay más que ver la agitación que se produce contra los pactos políticos y la descalificación de todo lo que se oponga al dominio del Ejecutivo sobre los demás poderes constitucionales y la sociedad civil; en definitiva, a no haber asumido el juego de contrapesos inherente a la democracia.

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Hace años que las estatuas del dictador han desaparecido de los lugares públicos. Pero continúan las polémicas sobre el rotulado de calles y edificios con la nomenklatura del franquismo —en paralelo a la escasez de ayudas para localizar a los fusilados y sepultados en fosas comunes—. Cuarenta años después de la muerte del dictador, en diversas ciudades subsisten plazas o calles del Caudillo y otros recuerdos de los generales golpistas. El Gobierno de Adolfo Suárez se atrevió a quitar el gigantesco yugo y las flechas de la fachada del edificio que presidía la sede central del Movimiento Nacional, antes de las elecciones de 1977 (y por supuesto, antes de la Constitución); mientras que hoy son patentes las resistencias a completar la retirada de las denominaciones franquistas. La otra cara de la moneda es la negación de España por parte de sectores nacionalistas e independentistas y la muy visible intolerancia hacia sus símbolos (bandera, himno).

Manifestación de apoyo a Franco, en Madrid, el 1 de octubre de 1975.
Manifestación de apoyo a Franco, en Madrid, el 1 de octubre de 1975.EFE

Otra de las características de la vida pública actual conecta con una práctica usada al final del franquismo: la obsesión por contar manifestantes como método de propaganda. Numerosas marchas reivindicativas se han visto acompañadas de exageraciones inauditas sobre los cálculos de participantes. Según sostuvo TVE en su día, un millón de personas se concentraron el 1 de octubre de 1975 en la madrileña plaza de Oriente, para demostrar su apoyo a Franco por haber fusilado a cinco personas (“¡Al paredón, al paredón!”, se oía gritar). A ello se sumó la explotación propagandística de las colas de personas que acudieron, semanas más tarde, a la capilla ardiente del dictador.

Curiosamente, en plena democracia, la actitud respecto a grandes manifestaciones es muy similar a la adoptada en el franquismo: nunca bajan del millón de asistentes a juicio de sus organizadores, ya sean las concentraciones católicas contra el Gobierno de Zapatero, en el decenio pasado, o alguna de las últimas Diadas. Sean o no resabios franquistas, lo cierto es que sus propagandistas muestran tan poco respeto a la verdad como la TVE de 1975 exagerando hasta la irracionalidad el respaldo popular al dictador.

Sociedad de mercado sin libertades

El franquismo, mezcla de diversas corrientes (falangistas, carlistas, tecnócratas católicos), se había sostenido sobre unas ciertas clases medias que actuaron como estabilizadoras de la situación. Superada la primera fase de la autarquía, lo que Franco pretendió hacer fue “una especie de sociedad moderna de mercado, pero sin libertades políticas, algo así como lo que ahora están intentando en China”. La comparación, debida a Savater (EL PAÍS, 20/11/1992) está muy puesta en razón, si bien los franquistas no tuvieron tiempo de cumplir sus objetivos. La crisis provocada por la subida exponencial de los precios del petróleo se abatió en los últimos años de la vida de Franco. Una inflación situada cerca del 20% anual -llegó a duplicarse en pocos años- se comió los efectos de las subidas salariales consentidas al amparo del sistema nacional-sindicalista.

Algunas de las obsesiones franquistas han pervivido, como la animadversión a la política y lo políticos

España se sumió en la espera sin que los jerarcas hicieran algo por afrontar el problema económico. Estaban mucho más inquietos por el miedo al contagio de Portugal, donde un golpe de las Fuerzas Armadas había derribado la dictadura (1974) y por la agitación obrera y estudiantil, el creciente terrorismo de ETA y la contestación surgida en algunos núcleos de la Iglesia católica. La ejecución de cinco condenados a la pena capital, pocas semanas antes de la muerte de Franco, añadió aislamiento internacional a un país que se vio todavía más en la picota por la precipitada cesión del Sáhara occidental a Marruecos y Mauritania, una confesión de la debilidad del régimen en plena enfermedad del dictador, que le llevó a la muerte el 20 de diciembre de 1975.

El corazón del régimen se atrincheró en el inmovilismo, mientras la sociedad vivía destellos de libertades personales que se compadecían mal con un machismo generalizado, con la necesidad de permiso marital o paterno para las mujeres incluso para abrir una cuenta bancaria, y donde se encontraban rigurosamente prohibidos tanto el divorcio como el aborto.

El vicepresidente dominicano, Rafael Gosico Morales, Imelda Marcos y Augusto Pinochet y su esposa (de izquierda a derecha), en el funeral por Franco, el 23 de noviembre de 1975 en Madrid.
El vicepresidente dominicano, Rafael Gosico Morales, Imelda Marcos y Augusto Pinochet y su esposa (de izquierda a derecha), en el funeral por Franco, el 23 de noviembre de 1975 en Madrid.EFE

No faltaron los que pretendieron una Monarquía franquista que continuara la dictadura. El último jefe de Gobierno de Franco y albacea del dictador, Carlos Arias Navarro, lo intentó durante algunos meses, hasta que el Rey don Juan Carlos consiguió despedirlo y sustituirle por Adolfo Suárez, dando inicio a la operación democratizadora. Tampoco triunfaron aquellos que, desde la oposición, pretendieron un programa rupturista.

A la gran obra reformista de Adolfo Suárez ya no le regatean méritos ni sus tradicionales enemigos

En el pacto entre esas dos grandes corrientes reside la explicación de la transición de la dictadura a la democracia -y también la de los venablos disparados contra el mismo por los que lo consideran como una traición a la democracia-. Las elecciones de junio de 1977 y la Constitución de 1978 sentaron las bases del proceso de normalización. Es verdad que en el camino se consagró la impunidad de los franquistas como precio a la amnistía de sus oponentes; y que se ha extendido un manto de olvido que, al final, se vuelve contra el prestigio de la democracia. También es cierto que ese olvido ha oscurecido el trágico recuerdo de los crímenes políticos que menudearon durante la Transición (diversas facciones de ETA,el GRAPO, la extrema derecha). Y que en los años posteriores a la muerte de Franco abundaron los intentos de provocar otra rebelión militar (¡”Ejército al poder!”, “Franco, resucita, España te necesita”) hasta que el fracaso de la intentona golpista más importante, la del 23-F, redujo a los ultras a la impotencia.

Necedades que no van a ninguna parte

Es absurdo sostener que el régimen constitucional ha frenado la democracia. Al contrario, ha sido un gran cauce para los embates políticos y se han respetado siempre los procedimientos que la Constitución marca para la obtención del poder.

A la gran obra reformista de Adolfo Suárez ya no le regatean méritos ni sus más tradicionales enemigos. Tampoco a alguna de las modernizaciones llevadas a cabo en tiempos de Felipe González, desde la desactivación del problema militar a la universalización de la sanidad o la aceptación de España como miembro de la Comunidad Europea. Es verdad que los desgastes políticos provocados por la administración del poder constitucional sí que necesitan correcciones urgentes, y que la corrupción se ha convertido en una gran fuente de descrédito. Pero la indispensable y urgente reforma de ese estado de cosas no exige cuestionar los fundamentos de la Constitución, que es el pacto más importante llevado a cabo en la España contemporánea.

Con tantas bazas positivas en el haber de los españoles, resulta desolador comprobar que la sociedad todavía sigue bastante dividida sobre la interpretación de su pasado reciente. Y que no hay suficiente perspectiva entre aquellos que atacan frontalmente al sistema, quizá sin conciencia de que pervive la nostalgia de las soluciones mesiánicas.

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