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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un debate asimétrico

La discusión entre un unionista o federalista con un nacionalista es por naturaleza una justa dialéctica asimétrica en la que el separatista tiene las de ganar

¿Qué tienen en común las campañas a favor de la unidad en Canadá, Reino Unido y España? Esto: que las tres lo hicieron de pena. Basta repasar las hemerotecas para comprobar que los líderes unionistas de todos los países han sido criticados por no dar la talla en los momentos cruciales, por no saber contrarrestar el relato soberanista, por actuar a última hora y por exasperar a sus seguidores en la base con sus meteduras de pata.

¿Por qué sucede esto? Muy sencillo: porque no se puede hacer bien. O al menos, es muy complicado. El público no se da cuenta de que el debate entre un unionista o federalista con un nacionalista es por naturaleza una justa dialéctica asimétrica en la que el separatista tiene las de ganar, si por ganar se entiende encandilar a los suyos y seducir a indecisos. La razón es que en un debate de esta naturaleza no hay igualdad de armas dialécticas.

En primer lugar, el nacionalista puede referir todas las ventajas de la secesión a un futuro conjetural y el futuro, por definición, no se puede falsar ni contrastar. El unionista (vamos a llamarlo así) tiene en cambio que defender la realidad, con sus cosas buenas y malas, y sus palabras pueden ser cotejadas con la situación vigente. Muchas veces al unionista le costará rebatir los argumentos del nacionalista, precisamente porque, como dice Proust, ciertas afirmaciones carecen de réplica por carecer de realidad. O como sabían los lógicos escolásticos, de una contradicción se puede seguir cualquier cosa.

Al nacionalista no le importa mentir ni manipular

Más importante es aún que el nacionalista cuenta con un público enardecido detrás que le aplaude hasta la más chabacana de sus afirmaciones. El unionista está sometido a la crítica de una audiencia que se comporta normalmente, exigiendo claridad y buenos argumentos, tal y como sucede en los periodos ordinarios de la vida política.

Los nacionalistas forman además un bloque compacto. Han suspendido temporalmente sus diferencias en el altar de la union sacrée contra el enemigo exterior. Tienen la fuerza entusiasta de quien avanza en falange macedónica, en la que el escudo de uno protege la cabeza de todos y viceversa. Los “unionistas” no están acostumbrados a desfilar en formación y quieren mantener su autónoma postura matizada. Si al respeto a ese disenso propio de las personas educadas se le cruza el secular sectarismo de la política española, el resultado es terrible para la causa de la unión. Y tampoco es desdeñable que el nacionalista trabaja a tiempo completo para la causa y el unionista tiene otros asuntos que atender.

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Sobre todo, al nacionalista no le importa mentir ni manipular. Si es un creyente, ni siquiera será consciente de estar mintiendo. Si es un cínico, pensará que la mentira (o, más frecuentemente, la exageración a partir de un gramo de verdad) es necesaria para lograr la victoria. El unionista, puede caer en desfiguraciones, o exagerar también, pero no ha perdido el decoro y sabe que no todo vale.

Alertar de los riesgos de la independencia es tachado de “discurso del miedo”

En resumen, el nacionalista no tiene escrúpulos y puede decir y hacer lo que le venga en gana. Pero no está dispuesto a conceder al rival el derecho a usar semejantes mañas. Mas puede hacer un corte de manga a los españoles o sonreír ufano ante el himno abucheado; pero sus mastines jamás perdonarían a Rajoy o Sánchez parejas groserías, ni tampoco nosotros. Alertar de los riesgos de la independencia es tachado de “discurso del miedo”; pero atizar el terror profetizando que Cataluña desaparecerá si no hay independencia no merece mayor reproche.

Para el unionista además el debate se asemeja a una partida del juego de las siete y media: o se pasa o no llega. Corre el riesgo de ser muy duro con quien al fin y al cabo reconoce como su conciudadano, o, alternativamente, de parecer obsequioso con quien afrenta una y otra vez. El nacionalista es agresivo y no le importa serlo.

Ante esta situación tan penosa, ¿qué puede hacer el partidario de la unión? En primer lugar, desactivar las mentiras que sí pueden ser falsadas, por ejemplo el maltrato al catalán o el expolio fiscal. Segundo, mantener las diferencias con otros partidarios de la unión, pero suspendiendo el sectarismo que distrae las energías. Tercero, galvanizar a los no creyentes defendiendo los superiores valores que animan toda apuesta de convivencia frente al odioso programa de disgregación étnica. Cuarto: abochornar al rival poniendo de manifiesto las nada respetables motivaciones que subyacen a su propuesta: mezquindad, victimismo, narcisismo.

Discutir con un nacionalista es exasperante, todos los sabemos. Jamás le oiremos decir “en eso puede que lleves razón” o “te concedo este punto”. Pero no debemos olvidar nunca que las razones de la convivencia son mejores y que las malas ideas no tienen derecho a prosperar.

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