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La mayoría contra el consenso

La reforma electoral que centra el debate político exige una reflexión profunda para no forzar cambios estructurales a la carrera

Qué pasará dentro de dos semanas si las elecciones autonómicas terminan con resultados parecidos a las estimaciones del CIS? En casi todas las comunidades donde se disputa la elección, ningún partido alcanzará la mayoría absoluta de escaños. El partido más votado se proclamará ganador, pero los diputados electos se verán en un dilema: o se organiza lo que el PP describe despectivamente como un “pacto de perdedores” para mandar al ganador a la oposición; o este necesita el apoyo de uno o varios “perdedores” para conquistar el Gobierno en disputa.

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El proceso se asemeja al ya vivido por Susana Díaz en Andalucía. Ganadora indiscutible de las elecciones anticipadas del 22 de marzo, sus aspiraciones a la investidura están bloqueadas porque ni se ha organizado una coalición, ni los demás partidos le permiten gobernar en minoría. Probablemente las cosas cambiarán tras el 24 de mayo, cuando haya que negociar y pactar sobre la base de los verdaderos resultados y no de las encuestas. Pero el peligro de bloqueo y de ingobernabilidad es un riesgo real.

¿Cómo salir de esta situación? Si el bloqueo político se prolonga dos meses, hay que repetir las elecciones en las autonomías donde se plantee esa situación. Una de las comunidades ha previsto cómo evitarlo. Se trata de Castilla-La Mancha: si nadie logra por lo menos una mayoría simple en la investidura, “quedará automáticamente designado el candidato del partido que tenga mayor número de escaños”, según su estatuto de autonomía. Lo cual no garantiza la estabilidad, porque la presidencia automática, pero en minoría, sigue expuesta a que sus proyectos no salgan adelante o a que le derriben con una moción de censura. Es un artificio técnico para resolver la investidura, que otros estatutos no tienen previsto, como tampoco la Constitución para las elecciones a Cortes. Hasta el punto de que si transcurren dos meses sin presidente del Gobierno, no cabe otra que repetir las elecciones generales.

Sería un escenario inédito y, con seguridad, un descrédito más para el funcionamiento del sistema político. Fácil de evitar si la cultura del pacto fuera moneda corriente en España, donde los apoyos externos a Gobiernos en minoría funcionaron bien durante la Transición, al costoso precio de la liquidación completa del partido que la había liderado (UCD). A partir de ese hecho traumático, las coaliciones o pactos llevados a cabo han sido objeto de enorme desconfianza y de una constante propaganda negativa como fracaso, cambalache, cambio de cromos o traición, frustrando así todo lo que de positivo tienen la negociación y la transacción.

Por eso la crisis en curso del sistema político, derivada de las dificultades económicas de los últimos años y de la mala fama provocada por la corrupción, ha pillado desprevenida a una clase política a la que solo se le ha ocurrido lanzar propuestas desordenadas de reforma electoral.

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Antes de cambiarlo todo en función de los nervios del presente, hay que hacer balance de los sistemas aplicados hasta ahora

Lo que se propone es que se ofrezca una prima de escaños al que gane las elecciones en precario. O bien que se organicen votaciones a doble vuelta; de forma que la segunda, limitada a las dos opciones que más votos hayan sacado en la primera, legitime a una de las dos para gobernar. Obviamente esas ideas salen de dirigentes o candidatos de los partidos tradicionales, PP y PSOE, que tratan de sobrevivir a la acometida de las fuerzas emergentes, nada interesadas en que prosperen reformas encaminadas a rejonearles.

Las primas de escaños existen en otros países europeos donde también rigen sistemas de representación proporcional relativamente similares al español. En Grecia, la minoría más votada obtiene el regalo de 50 escaños adicionales para que gobierne con mayor comodidad. Alexis Tsipras se ha visto agraciado con esa prima (como la tuvieron sus antecesores socialistas o conservadores), y por eso roza la mayoría absoluta. Pero el artificio técnico no le libra del desgaste al que le someten la falta de recursos con los que satisfacer el pago de la deuda, el enorme problema de fuga de capitales y de impago de impuestos, o la atención a las necesidades imperiosas de la población. El sistema electoral le ayuda a mantenerse en el poder, pero no resuelve sus gravísimos problemas políticos.

Matteo Renzi también acaba de emprender un camino similar de reforma electoral en Italia, tratando de reforzar al partido más votado con una prima de escaños para acabar con los frecuentes cambios de Gobierno. Está por ver el impacto real de esa reforma en la política de un país donde la ajustada proporcionalidad entre votos y escaños ha sido estigmatizada por favorecer la inestabilidad; como si la corrupción y el clientelismo no hubieran trabajado lo suyo para laminar la confianza de los italianos en su sistema.

El problema de fondo es que todo depende del enfoque que cada sociedad quiere dar a su organización política. A lo largo de Europa hay dos sistemas básicos de gobierno parlamentario, el mayoritario y el proporcional. Cada uno de ellos responde a un enfoque distinto: el mayoritario pretende forzar que siempre exista una mayoría de escaños suficiente para asegurar un gobierno estable, como se ve en Reino Unido, el paradigma de los procedimientos electorales mayoritarios.

No es difícil ponerse de acuerdo en el carácter sencillo y aparentemente atractivo de estos sistemas. Todo consiste en concentrar el poder en mayorías de partido único. Manda el que obtiene más escaños, aunque quede lejos del 50% de los votos, y ya está. Todos los demás partidos pasan al ostracismo y es verdaderamente difícil que entren nuevos partidos en el Parlamento, como ha podido comprobar el populista UKIP, pese a reunir el 12,6% de los votos.

La alternativa a los sistemas mayoritarios es la democracia consensual, que suele coincidir con los sistemas de representación proporcional. En los países que se organizan así (como Alemania, Holanda, Austria, Dinamarca o los nórdicos) nadie reniega de la búsqueda de mayorías o de apoyos suficientes al gobierno minoritario, al contrario: sin mayoría no se puede gobernar. La diferencia es que la gobernación suele ser asunto de varias fuerzas. Las coaliciones o los apoyos a un gobierno minoritario son moneda corriente. La política se hace negociando, pactando, comprometiéndose con otros. La representación proporcional reparte juego entre varias fuerzas políticas, no lamina a las minorías (como sí intenta hacerlo el sistema mayoritario) y no invita a los derrotados a encastillarse o radicalizarse para favorecer la posibilidad de dar la vuelta a la tortilla en la siguiente cita con las urnas.

España es el país europeo (después de Grecia) donde el sistema de representación proporcional ha dado Gobiernos más fuertes, incluyendo las tres mayorías absolutas de Felipe González, una de José María Aznar y otra de Mariano Rajoy en el Congreso de los Diputados. Esa misma situación se ha repetido en numerosas comunidades autónomas y en múltiples municipios. El sistema está cuestionado ahora a causa de las brechas profundas que se han producido en la confianza de los ciudadanos. No es nada seguro que introducir más elementos mayoritarios en las elecciones en España (las primas de escaños, las elecciones a doble vuelta) resuelva los problemas de fondo en un país necesitado de auténticas reformas: por ejemplo, el desbloqueo de las listas electorales, acabando con la dictadura de las cúpulas partidistas a la hora de fabricarlas y permitiendo al elector un poco de autonomía para decidir algo más que entre varias listas cerradas. También deberían reformarse los distritos en los que se lleva a cabo la elección —para lo cual habría que modificar la Constitución—, aunque esto siempre es motivo de disputas infinitas.

Antes de cambiarlo todo en función de los nervios del presente, hay que hacer el balance de los servicios prestados por el sistema vigente. A escala estatal, dos fuerzas se han beneficiado casi siempre: UCD y PSOE en los primeros años de la democracia restablecida, Alianza Popular y PSOE durante los años 80 del pasado siglo, PP y PSOE desde los años 90 hasta el presente. Ese mismo sistema ha sido neutral con los nacionalismos e independentismos vasco y catalán, que, al tener concentrados sus votos en territorios concretos, han obtenido resultados en escaños bastante proporcionales a los sufragios recibidos. Por el contrario, ese mismo sistema ha frenado a las terceras fuerzas a escala estatal, Izquierda Unida y UPyD; habiendo obtenido más votos que los nacionalistas en muchas ocasiones, han recibido menos escaños que estos a causa de la dispersión de sus votantes. Estos partidos maltratados se han desgañitado tratando de hacer más proporcional el sistema electoral. El PP y el PSOE no les han escuchado: les beneficiaba el statu quo y, hasta el reciente empuje independentista, se apoyaban en los nacionalistas cuando no había mayorías absolutas.

Queda por ver el efecto del sistema electoral cuando existen Podemos y Ciudadanos, que parecen mucho más respaldados que IU y UPyD. Pero todo eso hay que vivirlo, antes de improvisar reformas. Y más en un país con potentes minorías independentistas. Una prima de escaños a la fuerza más votada sería un bonito incentivo para Esquerra Republicana de Catalunya o Bildu, capaces de ser los más votados en sus respectivos territorios, de importar el invento de la prima de escaños y de facilitar así sus propósitos separatistas.

Como se ve, la reforma electoral hay que pensársela despacio, debatirla y pactarla, en vez de producir ocurrencias a la carrera. 

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