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'IN MEMORIAM' | WALTER HAUBRICH
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pasión y curiosidad de un amigo de España

Para el corresponsal del 'Frankfurter Allgemeine Zeitung' era difícil separar lo español de lo alemán

Walter Haubrich, en 2006.
Walter Haubrich, en 2006.ULY MARTÍN

Recordar a Walter Haubrich —el veterano corresponsal alemán, fallecido el lunes, que amaba tanto a España que resulta difícil separar sus rasgos hispanos de los intrínsecamente germanos— es ver a un tipo con enorme presencia física, algo gruñón, reservado. A lo largo de más de treinta años, Haubrich representó al Frankfurter Allgemeine Zeitung en el mundo hispano, y lo hacía a su estilo. Con una curiosidad que nace del respeto. Con un rigor informativo hoy desconocido. Con un empeño periodístico infatigable.

Dicen que fue el hombre de la Transición porque en su piso madrileño se solía reunir gente de la oposición clandestina y de partidos políticos prohibidos en la etapa franquista. Fue amigo de Felipe González, por ejemplo, y de muchos más. Creía en el proyecto del socialismo español y la democratización de una sociedad durante largos años estancada. Pero más allá de su vocación de izquierdas, yo le llamaría un testigo nato, el hombre que estuvo allí. Haubrich no se limitaba a escribir bien sino que siempre buscaba la fuente original para llegar al fondo del asunto.

En la era predigital, tan remota, se obtenía información comiendo. Por eso Haubrich pasaba más tiempo que nadie de sobremesa, receptivo y receptor, el medio por el que pasaban susurros, secretos y filtraciones. Para él, constituían todos los conocimientos del mundo hispano que valía la pena saber. El olor de la calle, vamos. La vida diaria y real de un pueblo. Así que, a pesar de ser amigo de escritores como Jorge Semprún, José Saramago o Gabriel García Márquez, Haubrich no tenía paciencia para leer mucho rato seguido. Prefería estar con seres humanos, recontar lo que le habían contado a él, informar y opinar e influir todo lo que pudiera. En esto y mucho más, fue un ser único.

No es fácil explicar a lectores españoles el lujo que tuvimos los corresponsales del Frankfurter Allgemeine Zeitung en tiempos pasados. Un lujo de seriedad, de espacios y recursos. El periódico alemán de referencia siempre se ha definido por la calidad de su cobertura internacional. Cuando me enviaron a Madrid, en 1998, para trabajar de corresponsal de cultura para la Península Ibérica, tal puesto no existía. Fue un invento del Frankfurter. Corrían tiempos de bonanza.

Sin embargo, había una pega. Tuve que explicarle al corresponsal político, Walter Haubrich, el rinoceronte reinante y durante muchos años el único representante del Frankfurter en el mundo hispano, que íbamos a cohabitar en Madrid. Una noche calurosa de septiembre quedé con él para cenar. Una vez terminadas dos botellas de albariño, bastó un minuto de frases breves y media sonrisa para ponernos de acuerdo. Levantamos las copas. Aquella noche, con un mínimo de gestos, nos hicimos amigos.

Para mí fue una alegría constante compartir temas, charlas y comidas con Haubrich. Nunca sabré si fui merecedor de su generosidad, pero así me trataba: con una generosidad y un cariño muy especiales. Por extraño que parezca, nunca nos peleamos. No lo hicimos, supongo, por afinidades electivas, por respeto mutuo o por ser los dos del Real Madrid. Pero nunca lo sabré. Debajo de aquel aspecto campechano, ocultaba mucha discreción y la timidez de un niño.

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Paul Ingendaay es escritor y periodista alemán.

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