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Catalanes fuera de España

Llivia (Girona) se mantiene desde 1659 como una isla española en territorio francés

Andrea Nogueira Calvar
Silivia Orriols, alcaldesa de Llivia, junto al límite territorial del pueblo.
Silivia Orriols, alcaldesa de Llivia, junto al límite territorial del pueblo. pere durán

Llivia es como un emigrante, tiene raíces en un lugar pero pertenece a otro. Este pueblo pirenaico (español) lleva 354 años fuera del país y no parece que vaya a volver. Aunque en realidad nunca se movió de su sitio. Lo que cambió fue el territorio que lo rodeaba. Por azares bélicos, Llivia se quedó como una isla española más allá de la frontera, ubicada en plena comarca de la Cerdaña, a tan solo cinco kilómetros de territorio español pero separado por todo un Estado, el francés.

Un turista —ataviado con botas de montaña, mochila y gafas de sol— habla por teléfono frente a la iglesia del siglo XVI y de espaldas a la farmacia rural más antigua de Europa: “Estoy en Llivia. No, no, en España”, aclara en francés a su interlocutor.

El Ayuntamiento catalán de Llivia lleva físicamente separado de España 350 años.
El Ayuntamiento catalán de Llivia lleva físicamente separado de España 350 años.pere durán

Da igual por donde se entre a este municipio catalán, nada indica en qué país se está. Si se llega desde España se puede ver un cartel, a cinco kilómetros de la villa, en el que se lee “Francia” en medio del círculo de estrellas que forma la bandera europea. Pero Llivia no es Francia. Aunque el viajero despistado tampoco sabría ubicarse geográficamente con las únicas pistas que le ofrece el pueblo: las banderas independentistas esteladas que cuelgan de muchos balcones.

Llivia surge en el camino con cierta vocación de suspense cinematográfico. Se atraviesa un túnel, la luz se vuelve penumbra y al salir… ¡zas! Estás en otro lugar. Al otro lado de los túneles (en este caso son muchos) el paisaje hipnotiza, maravilla. Atrás se deja la C-16 que sale de Barcelona, a dos horas de este punto. Las montañas engullen al visitante entre sus laderas. Su tamaño y su verdor dan vértigo. Después, como para tranquilizarlo, el horizonte se suaviza y aparecen los prados, las gramíneas, las casas de piedra, madera y pizarra. Llegar cuesta lo suyo, son 1.300 metros sobre el nivel del mar, pero el trayecto merece la pena.

La localidad, situada a 175 kilómetros de su capital de provincia, Girona, está completamente rodeada de monte francés. Esta situación procede del Tratado de los Pirineos (1659) y su ampliación en el Tratado de Llivia un año después. En ellos Francia y España sellaban la paz tras sus rifirrafes en la Guerra de los Treinta Años. La conocida como Paz de los Pirineos reconocía la derrota de los españoles y como pago a los ganadores, entre otras cosas, el rey Felipe IV cedía a su homólogo francés 33 pueblos del valle de Querol. Entre ellos debía figurar Llivia. Sin embargo, debido a un oportuno tecnicismo, el territorio permaneció español, ya que 130 años antes había sido catalogado como villa y no como pueblo por Carlos I.

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Desde entonces a los llivienses, son unos 1.700, no les ha quedado otra que convivir rodeados por sus vecinos franceses. Tantos años de coexistencia han dado para sus más y sus menos. “Con los pueblos de alrededor nos llevamos de maravilla”, dice la alcaldesa Silvia Orriols, de CiU, pero “negociar con todo un Estado... es muy difícil”. Mientras trámites tan sencillos como la traída del agua o el mantenimiento de las carreteras se discuten entre Ayuntamientos colindantes, Llivia debe derivarlos a la Generalitat de Cataluña y ésta, en ocasiones, al Gobierno central, lo que provoca que cualquier papeleo se demore durante años, así como 40.

Este es el tiempo que llevan esperando que se apruebe un convenio que solucione sus conflictos con el agua. El suministro es francés y en los periodos de sequía llega la bronca. Tienen dos captaciones de agua y con las dos tienen problemas. “Los franceses cogen el agua antes, la desvían más arriba o directamente van por la noche y la cortan”, asegura Orriols. El convenio que les permitiría conectar una tercera toma, que ya está instalada y que solucionaría el conflicto, está preparado, pero llevan años a la espera de que ambos países lo firmen. “Y con estas estamos desde 1973”, lamenta Orriols.

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Esta prolongación de la guerra franco-española derivó en otra batalla, la de los stops, que se ha ganado un lugar en el museo de la villa. Llivia se une al pueblo español más cercano, Puigcerdá (a cinco minutos), por una carretera —la N-154— que lleva por apellido “neutral y de libre circulación”. En los años ochenta los franceses decidieron poner una señal de stop en su parte de la vía. El Ayuntamiento argumentó que incumplía el Tratado de Bayona, que otorga la “libre circulación” a los llivienses, y reclamó. Como no obtuvo respuesta de Francia, los vecinos la quitaron. Y los franceses la volvieron a poner. Y los vecinos a quitar. Y así hasta que la Gendarmería tuvo que custodiar día y noche la señal. En 20 años ha habido un stop, un ceda al paso, un proyecto de cruce, una glorieta y ahora un puente que tampoco les convence. “En Madrid no nos hacen caso”, comenta la alcaldesa. Puede parecer una broma, elevar una señal de tráfico a cuestión de Estado, pero para los vecinos no lo es. “Es el sentimiento de que ellos siempre ganan”.

A pesar de todo, los vecinos no tienen queja de la situación. “Con el otro régimen sí que había algún problema”, cuenta Antonio Gil, lliviense de nacimiento y hostelero hace más de 40 años. Recuerda que antes de la Transición debían llevar siempre un pase especial para salir y entrar al municipio. “También había ventajas, aquí había francos y pesetas, venían muchos franceses a comprar porque era más barato..., bueno, como ahora..., y nosotros, después, cambiábamos los francos en Andorra [a 73 kilómetros]”.

Cada mes de mayo el pueblo organiza tres días en los que Guardia Civil, Ayuntamiento y Gendarmería revisan cada uno de los mojones que delimitan Llivia. “Comprobamos que ningún país haya ganado metros”, bromea la alcaldesa. En una de las caras de los poyos se lee LL (Llivia); en la otra, las iniciales del Ayuntamiento francés correspondiente.

Más allá de la demarcación de la villa hay otro territorio también lliviense, las Bullossas, un lugar donde los ganaderos de la localidad llevan a pastar sus vacas. “Allí también tuvimos problemas porque Francia lo declaró parque natural, nuestra parte también, claro, y no nos dejaban entrar”, relata Orriols. Mira hacia las montañas a través de la ventana. “No se dan cuenta de que el paisaje no entiende de fronteras”.

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Sobre la firma

Andrea Nogueira Calvar
Redactora en EL PAÍS desde 2015. Escribe sobre temas de corporativo, cultura y sociedad. Ha trabajado para Faro de Vigo y la editorial Lonely Planet, entre otros. Es licenciada en Filología Hispánica y máster en Periodismo por la Escuela de Periodismo UAM-EL PAÍS.

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