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MEMORIA (SELECTIVA) DE LA TRANSICIÓN

Fernández Ordóñez o el eficaz movimiento continuo

En el paso del franquismo a la democracia se retorcieron pasados para poder avanzar en la reconciliación

José María Izquierdo
Fernández Ordóñez, ministro de Hacienda con Adolfo Suárez.
Fernández Ordóñez, ministro de Hacienda con Adolfo Suárez.efe

Suena el teléfono un domingo veraniego en la casi desierta redacción de un diario madrileño. Corren los años 80, igual da a comienzos como a finales de la década. “Hola, soy Paco”. Si acaso el periodista interlocutor tarda más de un segundo en contestar, repasando a toda velocidad en su agenda mental todos los pacos que conoce, no tarda en saber de quién se trata: “Soy Paco, Pacordóñez”. Ésa fue, durante más de 15 años, la relación con los medios de comunicación de Francisco Fernández Ordóñez, Madrid, 1930, alto cargo –dimisionario- en las postrimerías del franquismo, dos veces ministro con Adolfo Suárez –de Hacienda (77-79) y de Justicia (80-81)- y otra, más duradera con el PSOE: ministro de Asuntos Exteriores desde 1985 a 2002, fin de trayecto obligado por un cáncer de próstata que se lo llevó dos meses después de dejar el Gobierno.

Quizá no fuéramos respetuosos del todo con la verdad si dijéramos que Ordóñez fue el fiel reflejo de la frase de Aranguren con la que encabezamos esta serie, sobre todo en la interpretación más situacionista y menos generosa para el filósofo. Parece Ordóñez un caso obvio, el epítome perfecto para dar sentido a la cita, pero en realidad no lo es tanto, porque quizá nuestro hombre no fue quien hizo los movimientos, sino que fueron los que le rodeaban quienes variaron su ubicación. Lo dijo en 1990 a Francisco G. Basterra y fue bastante cierto: “Yo he sido, y soy, un socialdemócrata”. También sirve esta otra reflexión suya: “Como en este tiempo yo no he cambiado, pienso que ha cambiado la mentalidad de la sociedad española”. Quizá tuviera razón, porque aún en vida de Franco, cuando fue nombrado presidente del todopoderoso Instituto Nacional de Industria, llamó a su lado a los entonces rojísimos para aquel régimen Miguel Boyer o Carlos Solchaga, con quien mucho después compartió Gobierno socialista durante siete años. La diferencia, quizá, es que Ordóñez se movió más. Mucho más y a toda velocidad. Por eso se hizo famosa aquella frase de un compañero liberal de la época, Joaquín Garrigues Walker, fallecido bien joven, a los 47 años: “¿Cuántas veces me has traicionado hoy, Paco?”. Y también es verdad que el propio Adolfo Suárez mandó pinchar los teléfonos de Moncloa, harto de que el PSOE supiera al momento todo lo que ocurría en su Gobierno. Se daba por hecho que había un submarino de Felipe González sentado en aquella mesa del Consejo de Ministros… y todos señalaban con el dedo a un candidato único: Fernández Ordóñez.

Como ministro de Justicia con Leopoldo Calvo-Sotelo, en 1980.
Como ministro de Justicia con Leopoldo Calvo-Sotelo, en 1980.Marisa Florez

Pero no es menos cierto que su paso por los gabinetes de Suárez dejaron buena muestra de que sí, efectivamente, su trabajo práctico se ajustó bastante a los parámetros socialdemócratas, mucho más que a otras corrientes de aquellos Gobiernos casi de aluvión de los distintos sectores reformistas que provenían, en mayor o menor medida, del régimen que estaban sepultando. Para empezar, la reforma fiscal de 1977, el primer escalón modernizador para que la economía española se moviera en márgenes equiparables al resto de Europa. La reforma política necesitaba que la economía cabalgara a la misma velocidad. Y Fernández Ordóñez fue el artífice de un IRPF, por ejemplo, bastante progresivo, que no gustó a la derecha más tradicional, que nada comprendía de solidaridad y ni tan siquiera de puesta al día de un sistema imposible de mantener, basado en una legislación fiscal que arrancaba del siglo XIX, desde la reforma de 1845, absolutamente inútil para los nuevos tiempos.

Se crea, también, un Impuesto Especial sobre el Patrimonio, todavía más ofensivo para las grandes fortunas, ya de por sí bastante reacias a soportar esa democracia que traía partidos políticos –hasta el PCE- y sindicatos libres. Incluso dentro de la propia UCD se movilizaron algunos de sus santones para evitar que esa Ley “no ocupara parcelas propias del socialismo”, según alguna frase de la época recogida por los periódicos. Quizá por ello apenas si aguantó el impulso un par de años, porque la derecha logró bloquear muchas de las disposiciones de la ley. Y entonces, otra vez, como ya lo hizo en 1974 cuando se apagó aquella pavesa de reforma interna del franquismo, Fernández Ordóñez deja otro Gobierno.

Fernández Ordóñez como ministro de Exteriores con Felipe González, 1990.
Fernández Ordóñez como ministro de Exteriores con Felipe González, 1990.Marisa Florez
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No es lugar para un desmenuzamiento de la llamada LMURF, Ley de Medidas Urgentes de Reforma Fiscal, pero conviene destacar algún número bien significativo. En 1977 hubo 400.000 declarantes de IRPF, mientras que en 1979, apenas en dos años, ya se alcanzaron 4.500.000, hasta los 8 millones de 1987 y los 20 millones de 2013. Otro dato más del mismo experto, Jesús Ruiz Huertas: “En 10 años, la presión fiscal pasó del 18,4% del PIB en 1977, casi 12 puntos por debajo de la media de la OCDE a un 30% (en 1987), lo que ha permitido a los diferentes Gobiernos promover políticas públicas para la cohesión social”. Fernández Ordóñez, pues, cumplió lo que un año antes, cuando todavía no era ministro de nada, le dijo a un periodista de Arriba: “Los socialdemócratas nos atreveríamos con la reforma fiscal profunda”. Y ahí estaba hecha un año después. Es cierto que Ordóñez era un gran amante del arte de birlibirloque, pero cuenta a su favor con los hechos. No es poco.

Y para hechos volvieron a buscarle Adolfo Suárez, primero, y le mantuvo Leopoldo Calvo-Sotelo, después. Le necesitaron para sacar adelante la Ley del Divorcio, que los democristianos de Óscar Alzaga, junto con aquella Iglesia con la que se peleaba Tarancón, tenían neutralizada a base de retoques infinitos. Así que Suárez sustituye al democristiano Íñigo Cavero al frente de Justicia y sitúa en esa cartera a Fernández Ordóñez. La ley salió adelante. Los españoles habían tenido que esperar hasta 1981 -¡qué barbaridad!- para poder acogerse al divorcio. Entre medias, algún enfrentamiento con el ministro del Interior, Juan José Rosón, cuando un presunto militante de ETA, José Ignacio Arregui, falleció después de su paso por la comisaría, y alguien pretendió responsabilizar a la Dirección de Prisiones, que entonces dependía de Justicia. “Ese muerto no me lo cargan a mí”, fue la frase de Ordóñez repetida en los mentideros, que obligó a juzgar a los policías. La ley del divorcio fue su canto de sirena con UCD porque enseguida vio que aquel Gobierno de Calvo-Sotelo no iba a ningún sitio. Sentía demasiado cerca aquel partido, nacido para la Transición, el aliento en la nuca de los socialistas.

LO QUE DIJO EL PAÍS: La función pública como arte

Hace mucho tiempo que la muerte de un hombre público no causaba en este país el sentimiento de pérdida colectiva que ha provocado el fallecimiento de Francisco Fernández Ordóñez (…) Para la mayor parte de los ciudadanos, que sólo le conocieron en sus declaraciones públicas llenas de guiños, tics y amabilidad, y para cuantos le trataron personalmente en todas las épocas de su vida activa, la sensación que prevalece es que ha muerto un amigo personal de cada uno. Paco Ordóñez fue un hombre inteligente, cuya trayectoria -intencionada a veces, casual otras- por los intrincados vericuetos de la política del final de la dictadura, de la transición y de la etapa socialista fue una obra de arte de bondadoso maquiavelismo. Y al final desempeñó durante siete años con excelencia la cartera de Asuntos Exteriores. Es más: cabe sospechar que, en el mismo periodo, habría sido un estupendo ministro de cualquier otra cosa, como ya lo fuera de Justicia y de Hacienda en anteriores Gobiernos de UCD.

(Editorial del 8 de agosto de 1992)

Así que Francisco Fernández Ordóñez, con el trabajo hecho y bien vendido a la ciudadanía como un triunfo totalmente suyo, pone tierra por medio y se instala con un partido que crea bajo el nombre de Partido de Acción Democrática (PAN), que apenas si da hasta presentarse en las listas del PSOE. Así que para qué más tardar, el 23 de enero, tres meses después de las elecciones, el garboso PAN se autodisuelve y aquí paz, y algo de gloria, que ya estamos bien situados con los vencedores absolutos. Pero hay que reconocerlo, Ordóñez tampoco en esta ocasión se había movido en exceso, que él seguía siendo, y así vuelve a declararlo públicamente, socialdemócrata. Fue el PSOE, como todo el mundo sabe, el que abandonó otras ansias revolucionarias para consolidarse –con unas líneas de actuación muy cercanas a la socialdemocracia europea- como el gran partido de Gobierno que fue durante 14 años.

Contaba Felipe González –“OTAN, de entrada, no”, en 1982- con un ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Morán, con demasiadas dudas sobre la permanencia definitiva en la OTAN, ya efectiva desde el Gobierno de Calvo-Sotelo. González, en 1985, cambia la posición del partido, y decide que España debe ser un miembro más de la Organización, convencido de que era el paso definitivo para la incorporación de España a Europa, al tiempo que evitaba posibles involuciones del Ejército, todavía con algunos jefes levantiscos. Tanto que todavía en 1985 prepararon un terrible golpe de Estado en el que debían morir Felipe González, Alfonso Guerra y toda la cúpula militar. También estaba previsto el asesinato del Rey, la Reina y las Infantas Elena y Cristina. Los golpistas pretendían colocar una o varias bombas bajo el estrado donde iban a presidir, el 2 de junio, en A Coruña, el Día de las Fuerzas Armadas. El Gobierno prefirió entonces el silencio tras la desarticulación del plan por los servicios secretos en la Semana Santa anterior, un golpe del que nada se supo hasta que en 1991 lo destapó EL PAÍS.

En cualquier caso, Felipe González necesitaba otro ministro para otros hechos. Así que Fernando Morán deja el Ministerio el 6 de julio de 1985, Fernández Ordóñez asume el cargo ese mismo día y el 12 de marzo de 1986, por un apretado 52,5%, los españoles aprueban en referéndum la permanencia de España en la OTAN. Tan apretado fue que algún periódico tuvo metida ya en rotativa una edición con la victoria del No, y solo la bondad de algún duende bueno impidió apretar el botón. Ni que decir tiene que el triunfo no fue obra de Ordóñez –fue el propio Gonzalez quien se batió el cobre- pero de hecho ahí estaba otra vez Ordóñez: donde debía. Y allí se quedó hasta que el cáncer pudo con él, digno y entero en su lucha contra la enfermedad.

Muchos giros, muchos, pero acabó en el mismo sitio en el que empezó. Todo un caso, este Francisco Fernández Ordóñez, Paco para todo el mundo.

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