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IN MEMORIAM
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Recordando a Gregorio Peces-Barba

Uno de 'padres' de la Constitución, primer rector de la Carlos III, falleció hace dos años Contribuyó a la reconciliación entre los españoles alejándose de todo extremismo

Gregorio Peces-Barba.
Gregorio Peces-Barba.Gorka Lejarcegi

Como en La invención de la soledad de Paul Auster, un día hay vida y al siguiente, muerte y con Gregorio Peces-Barba tuvimos esa experiencia devastadora. Fue justo hace dos años.

Gregorio Peces-Barba Martínez (padre de la Constitución, presidente del Congreso, rector y catedrático, Alto Comisionado de Apoyo a las Víctimas del Terrorismo) perteneció a una generación que no vivió la Guerra Civil, pero sí la posguerra y el franquismo, con una experiencia familiar directa de represión hacia su padre, por haber sido leal a la República y, más tarde, en los estertores de la dictadura (1969), hacia él mismo, confinado en Santa María del Campo (Burgos). Sin embargo, tuvo muy presente "la lección de los muertos que nos observan desde las estrellas y que nos reclaman paz, piedad y perdón", que dijo Manuel Azaña. Con un “infinito amor”, como el que reclamó Fernando de los Ríos, Peces-Barba contribuyó a la reconciliación entre los españoles alejándose de todo extremismo, de toda política demasiado ideologizada que divide y enfrenta. Su pensamiento y su praxis política y jurídica pueden entenderse como una parte de la propia reconstrucción de España a partir de la muerte del dictador. Para ello supo poner el contador a cero cuando fue necesario. Combinó memoria y olvido, la primera imprescindible para la justicia y el segundo conveniente para la paz, evitando tanto el ajuste de cuentas como, sobre todo hoy, con el paso del tiempo, el negacionismo o la equidistancia. Pensaba que, entrado el siglo XXI, había llegado ya el momento de “reconocer a los muertos” de la guerra y de la dictadura, de devolverlos a sus familias y de enterrarlos con dignidad. Nuestra madurez democrática debía permitirlo.

Fue consciente de que la convivencia en paz pasaba por la democracia política y por sus instituciones

Fue consciente, desde muy pronto, de que la convivencia en paz pasaba necesariamente por la democracia política y por sus instituciones y muy especialmente por la elaboración de una constitución que garantizara la libertad de todos y que no fuera de medio país contra el otro medio como había sucedido hasta entonces. Su perfil intelectual, claramente ilustrado, respondía a su convicción profunda acerca del origen antimoderno de nuestros males históricos. Por eso creyó firmemente en los valores del mundo moderno, en “las virtudes del laico” que diría Bobbio. Esos males no eran nuevos, ni durante la Transición ni lo son ahora. La Constitución de 1978 trató de resolverlos, enterrando la España negra y uniforme, “de charanga y pandereta, cerrado y sacristía” que lamentó Machado y abriendo un camino para la convivencia posible, desde la lealtad y la diversidad, unidos pero con respeto a las diferencias individuales y colectivas y al pluralismo político y cultural.

Su españolidad de corazón, reconocida expresa y sentidamente (lo que le trajo algún problema poco antes de morir por una broma inoportuna) combinada con su afrancesamiento de formación y con el reconocimiento de naciones culturales dentro de la nación española, le llevó a apostar por un patriotismo más racional que emotivo, el llamado patriotismo constitucional. Su pasión por España aparecía de esta manera contenida bajo las exigencias normativas de este paradigma de convivencia, demasiadas veces objeto de simplificación o de abuso. La constitución por encima de la nación, de las naciones, de todas, como lugar de encuentro. Le concederá así un valor pacificador fruto del pacto político y del vínculo social al que debe aspirar. Debe servir para que todos nos sintamos reconocidos y, a la vez, para embridar los sentimientos de todos evitando caer en la tentación del maximalismo irresponsable y manteniendo siempre abierta la disposición al diálogo y a la negociación, y a perder (todos) de vez en cuando. Se trata siempre de evitar “volver a empezar”, de volver al enfrentamiento.

Apostó por un patriotismo más racional que emotivo, el patriotismo constitucional
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La España de Peces-Barba es la España civil que dejó como legado político, en realidad una España que está por venir. Tolerante, integradora, desarrollada y vertebrada, abierta al mundo y a Europa, laica, liberal en el sentido pleno del término, “una España muchas veces apuntada, muchas veces frustrada, sin dogmas y sin prejuicios”. Es la España que imaginaron los heterodoxos de todos los tiempos, tantas veces perdedores, con los que él prefería identificarse situándose al final de "tan hermosa fila" en la cita de Goethe que solía recordar. La España que defiende “el derecho a decir no”, “virtud original del hombre” en expresión de Wilde, a las minorías y que “eleva a los altares” de la única convivencia posible el respeto mutuo y el consiguiente deber de obediencia a las reglas del juego limpio. Es, en suma, la España de las luces y del progreso, la España que no distingue dos Españas, que no examina de españolidad. Sus bases más sólidas se pusieron con la Constitución de 1978, que no es un libro sagrado e inmodificable, sino que puede y debe ser reformada porque “el camino sigue abierto”; por la evolución y los cambios sociales, pero también por los riesgos de involución o de ruptura. Hoy le hubiera gustado ver que su partido, el PSOE, apuesta de nuevo por el entendimiento a través de una reforma constitucional que haga realidad el Estado federal, un modelo que está en el espíritu más progresivo de aquella norma.

Gregorio Peces-Barba se hizo socialista porque se tomó en serio el liberalismo político, el de corte más progresista. Creyó en el Estado social, no como una suerte de revisión suave del capitalismo, como un capitalismo con alma (valga el oxímoron), sino como un legítimo y genuino modelo político y jurídico, el mejor, para asegurar la igualdad de oportunidades y la satisfacción de las necesidades básicas de todos.

En sus últimos meses de vida aumentó su rebeldía y esto molestó a algunos. Debió pensar que ya no le quedaba tiempo para decir cosas que no pensaba y que sólo debía decir las que realmente pensaba. También intensificó su preferencia natural por “los afectos frente a los conceptos”, como Bobbio. La última vez que le vi, 20 días antes de “irse a la muerte” que diría García Márquez, fue en el umbral de su casa de Colmenarejo, en la sierra de Madrid, después de una divertida y copiosa comida, incompatible con su estado de salud, que compartimos con el profesor Ángel Llamas y que he recreado brevemente en otro lugar. Le dije adiós con la mano al subir al coche y él me sonrió. Fue nuestra despedida física, visual. No lo sabíamos. No hubo premonición. Ya no le vi más.

José Manuel Rodríguez Uribes es profesor titular de la Universidad Carlos III. Autor de Las víctimas del terrorismo en España.

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