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Tribuna
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El desconcierto de la normalidad

El primer deber del Rey es el de la ejemplaridad, que se reclama con máxima exigencia en un momento de crisis como el actual

“El Rey abdica, viva el Rey”, es el lema que viene a compendiar el automatismo sucesorio de la Monarquía que, en todo caso, requiere siempre la salida a un balcón para inaugurar un reinado. Nos dirán que las multitudes de ahora son las audiencias de la televisión y de las redes sociales pero la política tiene que seguir siendo algo corpóreo, según nos advierte Michael Ignatieff en El fuego y las cenizas, porque la confianza es corpórea como lo eran quienes se agolpaban en la plaza de Oriente ante el rey Felipe VI. Al mismo tiempo que otro reinado, el de Juan Carlos I, quedaba clausurado por obra de su personal lucidez y generosidad, sin mortis causa alguna.

En todo caso, conviene acudir a la Constitución de 1978 para comprobar que el Rey reina conforme a unas atribuciones cuyo perímetro queda delimitado en los artículos 62 y 63. La función del Rey puede entenderse como la de un catalizador, que con su sola presencia hace posible el desencadenamiento de determinadas reacciones químicas, sin intervenir ni consumirse para nada en ellas. La catálisis es un facilitador inalterable que si se retirara del escenario bloquearía el proceso en marcha. El primer deber del Rey es el de la ejemplaridad, que se reclama con máxima exigencia en un momento de crisis como el actual. Porque cuando todo son recortes del estado de bienestar, los titulares del poder han de adelantarse con el ejemplo. El público damnificado quiere austeridad y limpieza de quienes encarnan las instituciones públicas. Esa es la escondida senda por la que, sin palabras, el Rey ha de ganarse la corona que hereda.

Señalemos que el relevo se ha producido con la exacta precisión de un mecanismo de relojería. Sin empujar ni enardecer a las masas, salvo el bando de la alcaldesa cuya capacidad de arrastre es conocida. Todo ha sido encajado en un festivo, jueves del Corpus, que se prestaba a la huida de los pontoneros. Con la prensa, radio y televisión a media asta, ajenas a cualquier ejercicio de calentamiento, en contraste con ocasiones como las Diadas, donde todos pugnan por competir para allegar más fuerzas y multiplicar la respuesta a la convocatoria. Sin más engalanamiento de banderas y gallardetes que las dispuestas por el Ayuntamiento en las farolas del itinerario del Congreso a la plaza de Oriente, ni más balcones con la rojigualda que los de algún extravagante entusiasta. Sumandos todos ellos de los que ha resultado el visible desconcierto de la normalidad.

El mensaje de presentación de Felipe VI ante las Cortes Generales ha sido en todo conforme a su posición constitucional, dentro de una monarquía parlamentaria. Estaban muy bien estudiadas todas las cuestiones a mencionar y muy bien graduadas todas las citas a incluir, del Quijote y de poetas de la España extraterritorial como Antonio Machado, Espriú, Aresti o Castelao. También fueron muy relevantes los silencios. En particular, los referidos a la Iglesia o a las Fuerzas Armadas. Faltó una chispa de emoción o de convocatoria. Mejor así, al punto, que si el texto se hubiera pasado en la parrilla de los fervores.

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