_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Monarquismo o juancarlismo

José Álvarez Junco

Esta abdicación es una decisión sabia. El rey Juan Carlos desempeñó su papel de forma positiva durante la Transición. Pudo intentar acumular poder, porque eso es lo que le ofrecía la legislación franquista, pero comprendió, lo que demuestra su inteligencia, que la opinión no iba a consentirlo, y ofreció a las fuerzas políticas en pugna limitarse a un papel de moderador.

Los partidos comprendieron que, en aquel momento de radical enfrentamiento, podía ser útil tener un árbitro. Porque el escenario político, en 1975-76, estaba paralizado: el régimen mantenía sus instituciones en pie y tenía el apoyo de las Fuerzas Armadas y del aparato represivo, que no daba muestras de flaquear. Pero carecía de dos cosas esenciales: un líder, una vez muertos el dictador y Carrero Blanco, el custodio de su legado, y un programa político, un proyecto de futuro. La oposición tenía ese programa: estaba unida, y lo estaría aún más en los meses siguientes, alrededor de un proyecto común de restablecimiento de libertades democráticas y amnistía para delitos políticos, y tenía gran capacidad de movilización: paralizaba el mundo de la enseñanza cada dos por tres y perturbaba seriamente la producción industrial, alteraba diariamente el orden en las calles y movilizaba a la población, sobre todo de las grandes ciudades, alrededor de los múltiples desafueros causados por una modernización acelerada, autoritaria y caótica; unas protestas que se politizaban de inmediato, en cuanto el régimen respondía con sus modales habituales. El Rey ayudó a salir de esa situación, facilitando el acuerdo: garantizó a la oposición un proceso democrático abierto y a los leales al régimen, orden y ausencia de cambios revolucionarios, depuraciones y represalias. Gracias a su actitud, desde luego, y a la sensatez y los miedos de otros muchos, el final de la dictadura fue menos traumático de lo temido.

El problema es de prestigio de las instituciones; todos los poderes están fallando

La opinión pública se lo agradeció y se creó, no un monarquismo de fondo, sino una amplia corriente de benevolencia “juancarlista”. Una benevolencia que ha disminuido mucho en los últimos tiempos, como todos sabemos, por diversos errores cometidos por él mismo y su familia política. Me parece correcta la decisión de abdicar; que descanse y disfrute en los años que le queden de vida.

Su sucesor, Felipe VI desde ahora, da impresión de ser una persona inteligente, preparada y, sobre todo, modesta, es decir, consciente de la fragilidad de su posición, como lo fue su padre en su momento. Creo que, sobre todo por este último rasgo, se puede ser optimista sobre su capacidad de ayudar a superar la difícil situación en que el país se encuentra. El problema es de prestigio de las instituciones; todos los poderes, desde los tres clásicos a la propia monarquía, más la prensa, los sindicatos o la banca, están fallando en este momento. Si no emergen populismos xenófobos es quizás porque aquí la emocionalidad se está canalizando hacia los nacionalismos. Pero ninguna institución depende tanto del prestigio de quien la ocupa y su círculo íntimo como la monarquía. Creo que Felipe VI lo sabe.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_