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La hora del Príncipe

Don Felipe quiere que su monarquía sea útil e íntegra; más moderna y transparente

El Rey don Juan Carlos, junto al Príncipe de Asturias, durante la ceremonia de los Premios Nacionales del Deporte, en el Palacio de El Pardo.
El Rey don Juan Carlos, junto al Príncipe de Asturias, durante la ceremonia de los Premios Nacionales del Deporte, en el Palacio de El Pardo.Sergio Barrenechea (efe)

Toda su vida ha sido un largo camino para aprender el oficio de Rey. Cada minuto de su educación; cada gesto, cada silencio, cada acto público o privado, durante 46 años. Desde el mismo día de su bautizo que reunió en el recién reinaugurado palacete de la Zarzuela al dictador Francisco Franco y a su abuelo paterno, el monarca sin corona, el exiliado Don Juan de Borbón. En aquello ocasión, al parecer, la Reina Victoria Eugenia, bisabuela del neófito, le soltó con el desparpajo de los borbones al general: “Excelencia, ya tiene al abuelo, al padre y al hijo; ¡ahora elija! Aún tardaría Juan Carlos siete años en alcanzar el trono, dos más en legalizar el Partido Comunista y tres más en sancionar la Constitución, con ella renunciaba a los poderes autoritarios del general Franco a cambio de convertirse en un monarca querido por el pueblo, un monarca constitucional. Cuentan que cuando la nación votó por mayoría la constitución de 1978 en referéndum, Don Juan Carlos, con su habitual gracejo castizo, profirió exultante: “Me han legalizao”.

Los Reyes quisieron educar a Felipe como un niño normal pero nunca lo fue. Quizá los primeros años, hasta la muerte de Franco, la Familia habitó un limbo bucólico a las afueras de Madrid, inmerso en las 16.000 hectáreas del monte del Pardo, propiedad de la Corona desde cinco siglos atrás. Un espacio con escaso personal, poca seguridad (más allá de un mínimo equipo de policías del entorno del caudillo, que eran una peligrosa fuente de filtraciones hacia el dictador, y de guardabosques vestidos de pana y con el mosquetón al hombro). Pocos les visitaban allí; a lo más, sus parientes más directos (las familias reales griega y española) y un puñado de militares monárquicos muy conservadores y cercanos al Opus Dei (el marqués de Mondejar, Alfonso Armada, Villacieros, Dávila). En ese entorno campestre y aislado creció Felipe. En 1975 todo comenzó a cambiar. En horas aquel niño rubito, inquieto, muy mimado por su madre y sus hermanas, deportista aceptable, sentimental y estudiante concienzudo, se convertía en Príncipe de Asturias.

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El Plan de Estudios del Príncipe siempre fue término más pomposo que real. No había libro de instrucciones. No servían los antecedentes decimonónicos. Y, además, el nuevo Rey tenía treintaytantos y todo por hacer. Y la Constitución apenas mencionaba al Heredero, más allá de que juraría con su mayoría de edad la Constitución y de que no podía casarse sin el consentimiento de su padre y las Cortes. El Palacio de la Zarzuela creció, la seguridad se hizo cada vez más poderosa, y el trato del personal del personal hacia el principito, más respetuoso. La Reina intentó protegerle al máximo. Cada día ella misma cogía su Mercedes 300 y le llevaba al colegio, situado a diez minutos del Palacio. Era nuestra Señora de los Rosales, un selecto centro educativo de la burguesía madrileña. De esos tiempos son sus primeros y aún grandes amigos, los Fuster, Villar Mir, Lamadrid o Primo de Rivera.

A finales de los 70 aterrizaba en Zarzuela un militar diferente, era general, pero del cuerpo técnico de Intervención, y con una carrera civil: Sabino Fernández Campo. Estaba en la línea del cambio pilotado por Adolfo Suárez. A continuación salía disparado de Palacio el futuro golpista Alfonso Armada. Sabino empezó a darle vueltas al futuro del Heredero, pero sin demasiado esfuerzo. La sucesión quedaba muy lejos y en España estaba todo por hacer. Felipe crecía como un niño en apariencia delicado, que flaquearía de adolescente en los estudios y se partiría la barbilla haciendo skate y al que el Rey colocaría de niñera a un coronel de Infantería de Marina, Alcina, que le pondría los pies en el suelo con estilo castrense a lo largo de una década.

Hasta su mayoría de edad solo tres actos llamarían la atención de los ciudadanos sobre el futuro papel del Príncipe, que había dejado de ser un niño para convertirse en un sujeto de Estado. Uno fue la entrega en Covadonga por su padre de la placa de Príncipe de Asturias. En aquel acto religioso-castrense, su Padre le habló de “sacrificio”, el joven heredero sonreía tímido. El segundo fue vestirle de niño-soldado en un acto de exaltación patriótica en el madrileño Regimiento Inmemorial del Rey, rodeado de adustos generales educados por el dictador, el tercero, el discurso que profirió en una de las primeras entregas de los premios Príncipe de Asturias, en Oviedo. Eran sus primeras palabras en público. Y al frente de una Fundación recién creada por Sabino, el periodista Graciano García y el millonario Masaveu. La clave del invento era dar visibilidad al Heredero y darle a conocer personajes de la cultura. Años después recordaba a este periodista lo mal que lo pasó en aquel primer acto, “la noche anterior tuve muchas pesadillas; soñé que todo me salía mal; llevaba un aparato en los dientes y me hacía daño; cuando empecé el discurso se me borraron las letras y me quedé parado; por fin lo pude terminar. Fue horrible”.

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Adolescente de oro; mimado por su madre, adorado por sus hermanas, olvidado por el sistema, rodeado de adultos serviciales y siempre a la sombra de un padre triunfador, que era un tipo activo, atractivo, con don de gentes, que había mamado la política en soledad desde niño y que se ganó la Corona rompiendo con el franquismo y devolviendo la democracia a los españoles. Quizá su reválida antes de acabar el bachiller fue la jornada del 23-F. Era una tarde plácida. Felipe estaba merendando cuando Tejero entró en el hemiciclo; Juan Carlos hacía deporte con unos amigos. El Rey se puso el uniforme de capitán general, se rodeó de Sabino y de un grupo mínimo de militares de su generación y absoluta fidelidad (algunos de ellos armados por lo que podría pasar) y llamó a Felipe a su lado. Ahí continuaría durante toda la noche; la Reina traía sándwich; el Príncipe observaba en silencio. Al final de la madrugada alguien se lo toparía desfallecido en un sillón.

Después vendría el primer atisbo de plan para educar al Heredero. Siempre ideado y chequeado por el fiel Sabino. El Príncipe tenía que ventilarse, ver mundo; abandonar las faldas de la Corona. Estudiaría el COU, en Canadá. En un internado anónimo y burgués. Compartía habitación con un americano, el frío en invierno era intenso, la disciplina anglosajona y la distancia de la familia, mucha. Le costó adaptarse a las matemáticas en inglés. De aquellos años conserva aún amigos. A continuación, choque de realidad en España, para empezar, jurar la Constitución, ante ambas cámaras, ataviado con su primer chaqué (con el toisón de oro en la solapa) y alguien a su lado que se convertiría en un consejero, profesor y amigo, Gregorio Peces-Barba, entonces presidente de las Cortes. El niño Felipe dejaba de serlo. Comenzaba lo duro.

Llegaban tres años de academias militares. No había que olvidar que la Constitución atribuía al Rey el mando supremo de las Fuerzas Armadas. El bautismo de fuego fue Zaragoza, la factoría de los oficiales de Tierra; tenía una mínima habitación para él solo pero el férreo sistema disciplinario era el mismo para los 300 cadetes desde las 6.30 de la mañana. Fue un tiempo duro. A su lado, el coronel Alcina y un joven oficial que desde entonces continúa a su lado y hoy es general, Emilio Tomé de la Vega. Tras Zaragoza, Ferrol, la academia de la Armada, y San Javier, del Aire. La vuelta al mundo en el inmenso velero de los marinos españoles en embrión, el Juan Sebastián de Elcano, y aprender a volar reactores. Hoy, navegar y volar siguen siendo dos de sus pasiones. Ama el anonimato que proporciona el mar y una camaradería que se desprende de los tratamientos de vasallaje. En el mar Felipe deja de ser Alteza y Señor; es solo Felipe. Lo mismo ocurre a los mandos de un reactor Eurofighter, que reúne algunas de las otras pasiones del Príncipe, como la velocidad, la ciencia y la tecnología.

Hay una foto que emociona especialmente a Don Felipe, está tomada el día en que ingresó en la Armada, a su lado, su abuelo, Don Juan, y su padre, los tres van vestidos de oficiales de la Marina. Felipe tenía poco más de 20 años y ya había cumplido su primera parte del contrato. Entonces, Sabino y el Rey comenzaron a darle vueltas al futuro educativo del futuro Rey. “Ha llegado la hora de que civilicemos al Príncipe”, profirió Sabino con su sorna asturiana. Las alternativas (y las dudas) eran muchas: ¿Estudiar en España o en el extranjero? ¿centro público o privado? ¿letras o ciencias? Sabino se rodeó de grandes intelectuales con bagaje profesional (Enrique Fuentes Quintana, Peces-Barba, Aurelio Menéndez, Carmen Iglesias) para diseñar por fin su futuro. Estudiaría una mezcla de Derecho y Económicas bajo la tutela de los citados intelectuales en la Universidad Autónoma de Madrid. Además de las clases tenía encuentros docentes con todos ellos. Y sus primeros encuentros en privado con personajes de la cultura. Era el primer heredero de la Corona que se sentaba en el pupitre de una universidad pública. Fue un buen alumno. Aunque estudiaba siempre al filo de los exámenes consiguió una media de sobresaliente en su doble titulación.

Aunque las academias militares habían logrado endurecer el carácter del Heredero (que sufría dolores de espalda por su crecimiento imparable en aquellos años) aquellos años fueron dorados para Don Felipe. A los 18 el Rey le regaló su primer coche, un SEAT, después vendría un Volvo rojo deportivo. Su verano era la vela; el invierno, el esquí; sus compañeros de salidas, grandes apellidos de la plutocracia madrileña. Llegaron los primeros amores, todas sus novias de aquellos tiempos fueron distinguidas poseedoras de grandes apellidos del entorno de la Zarzuela, entre ellos, Carvajal y Sartorius. Y el comienzo del acoso de la prensa rosa, siempre limitado por el sólido cordón de seguridad del heredero, formado desde entonces por miembros de la Guardia Civil, entre ellos, viejos conocidos de la Academia General Militar, y hoy en manos de tres coroneles de la Benemérita que cuidan por él y su familia: los coroneles Corona, Cabello y Herráiz.

Para completar sus estudios el dúo sabino-Juan Carlos y el equipo de tutores pensó en que realizará un máster en el extranjero. Y ahí el Príncipe ya mostró su preferencia: Relaciones Internacionales en la Universidad de Georgetown, en Washington. El centro universitario contaba con ciertas ventajas: era muy discreto; aunque era uno de los más prestigiosos en su sector (es una de las canteras de la diplomacia estadounidense), no tenía las ínfulas de la Ivy League, estaba dirigido por los jesuitas y, sobre todo, se había matriculado en él su primer hermano Pablo, hijo del ex Rey Constantino de Grecia. Su mejor amigo en aquellos tiempos. En Washington Felipe viviría los años más libres y felices de su vida, con un pisito de estudiantes en pleno Georgetown, rodeado de estudiantes de todo el mundo, y con tres prácticas que le darían un nombre entre sus compañeros: su habilidad con la tortilla de patata, su magisterio bailando salsa y su carrera diaria por el Canal. A su lado, un mínimo servicio de seguridad y apenas un diplomático como enlace con la Administración, Enrique Pastor.

La vuelta a Madrid dos años después fue un bombazo en el Palacio de la Zarzuela. ¿Y ahora qué? Seguía sin haber libro de instrucciones, experiencia y la espera podía ser muy larga. Solo había que echar un vistazo a Carlos de Inglaterra, que cada vez que escuchaba en un oficio religioso una referencia al “padre Eterno” él pensaba en “su madre eterna”. El Príncipe frisaba los 30. ¿Había que crear una Casa del Príncipe? ¿Tenía que tener un trabajo? ¿Debía dedicarse a la Fundación Príncipe de Asturias? ¿Tenía que marchar destinado a una unidad militar? La decisión le tocó a una nueva generación de “hombres del Rey” los diplomáticos Almansa y Spottorno, que intentaban dar un nuevo aire a la Institución. Bajo el control total del Rey se decidió que no tuviera Casa propia (aunque le habían comenzado a construir una residencia propia en un promontorio sobre la Zarzuela, un inmueble grande y ligeramente rancio, como correspondía a los arquitectos-cortesanos del Patrimonio Nacional); que no tuviera una maquinaria propia, ni que tuviera un trabajo fijo. El Príncipe estaba para aprender la estructura del Estado; para conocer a los ciudadanos; para ayudar a su padre y representarlo cuando fuera conveniente; para esperar silencioso y concienzudo, sin abrir demasiado la boca ni hacer sombra al Jefe del Estado. Él lo sería algún día. Por el momento tenía que esperar. Con total lealtad.

En esos días tras su vuelta de Estados Unidos se le creó al Heredero una mínima estructura propia. Una Secretaría siempre por debajo jerárquicamente de la estructura del Rey. Al frente de la misma, Jaime Alfonsín, un brillante abogado del Estado diez mayor que el Príncipe, con experiencia en la Administración y la empresa privada, que fue recomendado por el abogado Aurelio Menéndez al Rey. Alfonsín ha sido durante estas dos décadas un puntal ben el trabajo y la vida del Príncipe; un hombre de una discreción enfermiza, conservador en las formas y de una lealtad a toda prueba. En la Secretaría estarían también su viejo ayudante, Emilio Tomé, cuatro ayudantes militares (los tres ejércitos y la Guardia Civil), un equipo de administrativos procedentes del Ejército y un equipo de seguridad a medida. Al equipo se incorporaría más tarde el coronel de caballería José Manuel Zueleta, Duque de Abrantes, experto en protocolo y hoy mano derecha de la Princesa Letizia. Ese ha seguido siendo hasta hoy su equipo de apoyo inmediato.

El tándem Almansa-Spottorno tuvo dos grandes cometidos: el primero dar contenido al papel del Heredero durante la larga espera. Idearon un complejo plan de trabajo con varias líneas: uno era una dedicación moderada a la Fundación, que le permitía una gran visibilidad pública una vez al año y conocer a intelectuales universales; el segundo, viajar cada año a una o dos comunidades autónomas para chapuzarse en la caleidoscópica realidad del País; otro más, mantener reuniones privadas con personajes nacionales y extranjeros con especial atención a su generación; además, el Príncipe debía representar a su padre en cuantos actos fuera necesario; no perder el contacto con sus compañeros de las Fuerzas Armadas, recibir clases magistrales de constitucionalismo y de cuantos asuntos fuera necesario por los sabios de la nación y, sobre todo, aprender. Una feliz idea en aquel momento fue la decisión del Rey de que Felipe le representara en todas las tomas de posesión de jefes de Estado Latinoamericano. Desde entonces no ha faltado a ninguna. Siempre acompañado por un ministro o un secretario de Estado; y el consiguiente Decreto gubernamental en el que el Ejecutivo disponía que Don Felipe representara a su padre. Hoy, la agenda Latinoamericana del Príncipe es una de las más completas y poderosas del Mundo. Y su prestigio en América Latina en alza, como se pudo contemplar el pasado invierno cuando fue aclamado en Miami (la capital del poder latino) ante los más poderosos de la comunidad hispana de Estados Unidos.

Almansa y Spottorno además de dar sentido a su espera, tuvieron que bregar con otro gran problema, los noviazgos del Príncipe. En especial el segundo (Rafael Spottorno, entonces número dos de la Zarzuela y hoy jefe de la Casa de SM el Rey), que fue el encargado de decirle al Príncipe que no podía continuar su relación con Eva Sanum, una joven nórdica de la que el Príncipe estaba profundamente enamorado. No podía ser Reina de España. El Príncipe rompió con ella. Su carácter se hizo más hermético. Y Almansa y Spottorno abandonaron la Zarzuela. Felipe había cumplido.

El Príncipe se iba haciendo mayor. Quizá más mayor de lo que por edad le correspondía. Profundas arrugas en torno a sus ojos y en la frente. La mirada de un azul helado; los puños contraídos. Impecable en sus trajes a medida cortados por Jaime Gallo. El pelo en retirada (“mientras sean solo entradas y no sean salidas”, bromeaba con este periodista hace unos pocos años, “vamos aguantando”); al siguiente equipo de la Zarzuela, el de Alberto Aza, diplomático y ex jefe de Gabinete de Adolfo Suárez, le tocó las bodas de las Infantas; sus queridas hermanas, sobre todo Cristina, la más libre y cómplice. Algunos en la Casa sugirieron que ambas renunciaran a sus derechos sucesorios para pelar las ramas laterales de la Corona, al parecer la Reina se negó. Una vez que las dos pasaron por la vicaría y tuvieron descendencia, todos los ojos, los de los ciudadanos, los medios de comunicación, el Gobierno y su Familia se volvieron hacia él. Tenía que buscar esposa.

Letizia Ortiz alguna vez ha comentado que ella no salió aquella noche a cazar un Príncipe; se lo cruzó y se enamoró de él. Era una estrella de la televisión, de clase media, brillante universitaria, con los 30 recién cumplidos y divorciada. El Príncipe esta vez tomó su decisión. Nadie interfirió. Ella era la elegida. Y exclusivamente por amor. Había entre ellos una fuerte atracción mutua. Para ella, el Príncipe era, sobre todo, una gran persona y alguien que valía la pena; aunque le suponía renunciar a su vida, su carrera, su intimidad. Para él, Letizia era oxígeno, la calle, los colegios públicos, los trayectos en metro, la frescura y, también, un gran respeto intelectual. Ella reconoce que esa ambivalencia de caracteres, su dinamismo, curiosidad, desparpajo, y la serenidad y búsqueda siempre del equilibrio del Príncipe, consiguen que el equipo funcione. A las siete de la mañana suena el despertador en la residencia de los príncipes; después despiertan a las niñas, Leonor y Sofía, y comienza las escenas matutinas de cualquier hogar con niños. Después uno de los dos coge el Lexus respetuoso con el medio ambiente y recorre esos diez minutos tan conocidos para el Príncipe que separan la Zarzuela de su viejo colegio Los Rosales. Después, ambos se dirigen a sus despachos en el edificio principal de Zarzuela; justo bajo el del Rey. El de la Princesa un día fue una sala de espera.

Un día Graciano García, ideador de La Fundación Príncipe de Asturias me definió a Don Felipe como un socialdemócrata bien informado. Con una sola obsesión, ser útil a su país. Y ser intachable. Otra fuente directa describe al Príncipe como un hombre de principios. Por eso, nunca perdonará a Iñaki Urdangarin aunque le haya costado el amor de su querida hermana Cristina. Es difícil decir ahora cómo será la monarquía de Felipe VI. Lo que él tiene claro es que sea útil e íntegra; más moderna y transparente; más reducida en aparato policial y de protocolo; más ágil en la toma de decisiones; con profesionales más jóvenes y llegados de otras áreas y con más mujeres (ahora no hay ninguna entre los 11 primeros puestos de dirección de la Zarzuela). Más cercana a los ciudadanos en la calle y en los gestos. Felipe no tiene el gancho de Don Juan Carlos; carece de su carisma directo; posiblemente de su olfato y de su condición de superviviente. Pero es un demócrata convencido, un adicto a la Constitución (“cuando tengo una duda me agarro a ella y no me suelto”) y un hombre de su tiempo amante del consenso y los perfectos equilibrios de poder. Sus gestos serán distintos. Será un Rey intachable para el siglo XXI.

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Sobre la firma

Jesús Rodríguez
Es reportero de El País desde 1988. Licenciado en Ciencias de la Información, se inició en prensa económica. Ha trabajado en zonas de conflicto como Bosnia, Afganistán, Irak, Pakistán, Libia, Líbano o Mali. Profesor de la Escuela de Periodismo de El País, autor de dos libros, ha recibido una decena de premios por su labor informativa.

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