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Columna
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Última palabra

El 30 de mayo de 2013 se votaba en el Ayuntamiento de Bilbao una propuesta urbanística que llevaba años pendiente. El PNV, con mayoría absoluta, se disponía a aprobarla, pero la enfermedad del alcalde Azkuna, hospitalizado días antes, le abocaba a perder la votación. El portavoz de los socialistas, Alfonso Gil, anuncio que votaría a favor, y el resto de su grupo se abstendría, porque no sería “juego limpio” aprovecharse de esa circunstancia para ganar una votación. Es sabido que el sectarismo es contagioso, pero el ejemplo ilustra que la falta de sectarismo también puede serlo.

El fallecimiento en la misma semana del expresidente Suárez y del alcalde de Bilbao ha unido a ambos en el reconocimiento de las gentes. Aunque se haya idealizado su recuerdo, lo interesante es lo que los ciudadanos han seleccionado como valores que más aprecian en ellos: la voluntad de consenso por encima del partidismo y el rechazo del sectarismo ideológico: aquello que echan en falta hoy

Se ha planteado la posibilidad de que este regreso a los ideales de la Transición pueda favorecer la búsqueda de salidas pactadas a problemas actuales, como el planteado por el soberanismo catalán. Los pesimistas juegan con ventaja, por supuesto, pero no siempre aciertan. Porque si los constitucionalistas tienen motivos para temerse lo peor, los soberanistas aún tienen más razones para ello. Y la Transición fue precisamente el producto del temor al desastre compartido por continuistas y rupturistas, que les llevó a pactar una salida.

La audacia de Suárez se vio favorecida por los límites imprecisos de la nueva legalidad en construcción. Todavía en 1979, el Gobierno ofreció a Cataluña un sistema de financiación similar al concierto vasco, pese a no ser territorio foral. CiU lo rechazó por no querer asumir la antipática función de recaudador de impuestos. Ahora no se da esa flexibilidad: la Constitución delimita el ámbito de lo posible y las reglas del juego.

Pero eso no excluye, sino debería implicar, el diálogo. Así lo afirma, algo brumosamente, la reciente sentencia del Tribunal Constitucional al admitir una posible interpretación no inconstitucional del llamado derecho a decidir, que no define pero del que afirma que no equivale a reconocimiento de una soberanía catalana ni del derecho de autodeterminación. Pero si no es nada de eso, ¿qué significa exactamente? Una aspiración política, pero aspiración ¿a qué, concretamente?

Cuando la expresión comenzó a utilizarse en el País Vasco para evitar las implicaciones del término autodeterminación, venía a ser la reclamación para la comunidad que lo planteaba del derecho a disponer de la última palabra sobre su relación con el Estado. La interpretación del Tribunal, con su apelación al diálogo y al respeto de los cauces legales, ¿significa que los catalanes no pueden decidir solos pero que solo ellos tendrán la última palabra siempre que lo que se someta a votación sea el resultado de un acuerdo negociado con el Estado, incluyendo la posible reforma de la Constitución?

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Si así fuera, tal vez habría margen para una salida pactada y legal al problema. Pero para que pueda ponerse en marcha un proceso de ese tipo, la primera condición será evitar, el próximo día 8, la transferencia a la Generalitat de la competencia para convocar un referéndum consultivo sobre la independencia catalana. Pues ya ha dicho el portavoz Homs que aunque formalmente sea consultivo, si gana la independencia “esto tiene una legitimidad democrática que sitúa las cosas en un punto de no retorno”. Se daría por tanto la peor combinación: referéndum no vinculante, que favorece que voten los dubitativos creyendo que no tiene consecuencias; e interpretación por sus impulsores de que si sale sí es irreversible. Lo que dejaría sin sentido o totalmente condicionado cualquier paso ulterior.

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