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Columna
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Victoria, castigo y paz

La paz tras la Guerra Civil solo llegó con la Constitución de 1978. Preservarla es el primer deber

Hace 75 años, el 1 de abril de 1939, la versión manuscrita del último parte de guerra rezaba así: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. El Generalísimo Franco. Burgos 1º Abril 1939”. A un buen amigo periodista le sorprendía que los derrotados fueran mencionados como “Ejército Rojo”, con mayúsculas, mientras que el vencedor se reservara la más humilde denominación de “tropas nacionales”, en minúsculas. Además, carece de sentido la construcción gramatical que recurre al hipérbaton e invierte la secuencia habitual de sujeto, verbo y predicado. Hubiera sido más claro empezar por el sujeto, de forma que hubiéramos leído: “las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos militares”, pero se prefirió empezar por el verbo —“han alcanzado”—, seguir por el sujeto —“las tropas nacionales”— y concluir por el predicado —“los últimos objetivos militares”.

Atendamos ahora a la expresión “Ejército Rojo”, elegida como denominación para el enemigo que acababa de ser definitivamente derrotado. “Ejército Rojo”, más allá de su fuerte connotación alegórica, carecía de realidad tangible sobre la geografía española. Si se hubiera querido llamar a las cosas por su nombre, se hubiera adjudicado la derrota al “Ejército de la República” o a sus residuos finales, que operaban bajo la denominación de “Ejército del Centro”. La historia deja constancia de que en Breda se rindió Mauricio de Nassau y no el inexistente Ejército de Lutero y de que la madrugada del 8 de mayo de 1945 en el Cuartel General de Eisenhower fue el jefe del Estado Mayor alemán, general Jodl, quien firmó la rendición de la Wermacht, sin mención alguna al “Ejército Nazi”, que nunca combatió como tal. Tal vez, situando como cautivo y desarmado al “Ejército Rojo”, Franco quería aparecer como vencedor del comunismo, una gloria que siempre reclamaron para él los cruzados que le acompañaban.

Aquí, a la altura del 39, en la ribera del río Arlanzón, los acampados en Burgos se negaban, “impasible el ademán”, a firmar ninguna paz honrosa. Porque cualquier firma hubiera enaltecido al derrotado, le habría provisto de alguna consideración. De una firma hubieran derivado efectos retroactivos sobre las brutalidades “de los hunos y de los otros”. Al negarles la condición de firmantes a quienes pretendían comparecer, aceptando su derrota, para convenir la entrega de Madrid, los del Cuartel General de Franco les dejaban recluidos en la antiespaña, merecedora del castigo ejemplar que se aplicó. Así, cualquier atrocidad en la que los “nuestros” hubieran incurrido, en cumplimiento de ese designio de higiene patriótica y de purificación espiritual, quedaba convalidada y pasaba a computar en la hoja de servicios. No hubo magnanimidad en la victoria. Las escenas de desolación y éxodo en busca de refugio, que vemos en televisión, tuvieron también lugar entre nosotros. La paz solo llegó con la Constitución de 1978. Preservarla es el primer deber.

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