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Columna
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Todo lo que echamos en falta

Fernando Vallespín
Suárez, sólo en el banco azul del Congreso de los Diputados.
Suárez, sólo en el banco azul del Congreso de los Diputados.Marisa Flórez

No hay ninguna regla general que explique el éxito político de un líder. Algunos se fijan en su capacidad para lograr resultados palpables, otros en sus atributos carismáticos, en ese intangible que los hace especiales, en su gran capacidad de convicción o en otras virtudes varias. El caso de Suárez es atípico porque nada nos permitía atisbar en sus inicios todo lo que atesoraba. Visto desde la política de hoy, su trayectoria tuvo un efecto inverso a lo que suele ser la pauta en nuestros días. Ahora pasamos siempre de la ilusión por un nuevo liderazgo a la casi inmediata decepción. Con Suárez ocurrió lo contrario, nadie daba un duro por él -¡un hombre del régimen!- y se reveló como una auténtica mina. En realidad era un líder sin referentes, sin escuela democrática, se movía por instinto, por olfato y a golpe de una aparente improvisación. Y, sin embargo, enseguida resultó evidente que tenía un plan bien trazado al que se arrojó con sus rasgos personales más característicos, la audacia, la valentía, la flexibilidad y un cierto funambulismo lúcido, que moderaba también con grandes dosis de mesura estoica.

Volviendo a la pregunta inicial, lo que hizo especial a Suárez fue que era el hombre adecuado en el momento oportuno. Con el tiempo resultó evidente que estaba más dotado para situaciones excepcionales que para la “política normal”. Tenía poca capacidad como hombre de partido. De hecho, en ese grupo de notables que se integraron en la UCD, fue siempre un lobo solitario y nunca consiguió adaptarse de nuevo a la política democrática ya consolidada. Tampoco tenía especiales cualidades de comunicación pública, pero era imbatible en el cuerpo a cuerpo. Aun así supo sintonizar como ninguno con las demandas de la ciudadanía, que fue galvanizando adecuadamente e integrando en su hoja de ruta. En eso encajó como un guante en lo que Maquiavelo decía de los “fundadores de Repúblicas”, que buscaban crear un orden político compuesto de ciudadanos virtuosos y activos, y no un conjunto de súbditos meramente obedientes.

Poseía, sí, capacidad de liderazgo y capacidad de decisión y control de los tiempos, esos recursos tan escasos en nuestros días. Pero, sobre todo, una inmensa habilidad para generar consensos, para adicionar voluntades en la persecución de lo que él siempre consideró que era su destino, la implantación del régimen democrático. Decidir, consensuar, interés público por encima del interés partidista, sintonizar con la ciudadanía.. ¿Les suena a algo? Seguramente a todo aquello que hoy echamos en falta. Suárez está al inicio de un proceso que hoy da muestras de agotamiento y que ha caído, como bien dice Andrés Ortega, en un fallo multiorgánico. Precisamos un “nuevo comienzo”, como decía Maquiavelo que era imperativo para situaciones de “crisis de la República”. Si el acto de la Fundación es el “acto político por excelencia” (H. Arendt), el de la refundación no lo debe de ser menos. Hoy es obvio que nos faltan líderes de ese fuste, políticos y no meros gestores. Iniciar o reiniciar algo significa “actuar”, “llevar la iniciativa”, poner algo en marcha, cualidades todas de las que Suárez siempre hizo gala y que hoy se nos han desvanecido. Puede que su figura, con todas sus luces y sombras, todavía consiga hacer otra contribución a su patria, servir de ejemplo para impulsar ese “reseteo” del sistema democrático que tanto necesitamos.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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