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Tribuna
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Ideas para una reforma

Una reforma constitucional debe empezar bien: no puede ser ni precipitada, ni improvisada, ni servir de arma arrojadiza

Francesc de Carreras

Durante los últimos años, mucho se ha hablado de la necesidad de una reforma constitucional. Ralf Dahrendorf escribió en 2003: "Un cínico podría tener la tentación de decir que si a los políticos se les acaban las ideas, se dedican a reformar la Constitución". No es así en el presente caso: hay amplio acuerdo en que muchas instituciones políticas españolas funcionan de forma deficiente. Y ello sucede no sólo en el ámbito de la organización territorial sino, quizás de forma todavía más aguda, en otros ámbitos.

Una reforma constitucional no es, ni mucho menos, una varita mágica que todo lo soluciona. También hay que proceder a reformas legales e, incluso, y quizás sobre todo, a cambiar la mentalidad de los gobernantes y de los gobernados, de los ciudadanos. Nadie debe eludir responsabilidades y todos debemos mirarnos en el espejo, en especial los medios de comunicación.

Debería inventarse un refrán que dijera: lo que mal empieza mal acaba. Una reforma constitucional debe, en primer lugar, empezar bien: no puede ser ni precipitada, ni improvisada, ni servir de arma arrojadiza para rivalidades partidistas. Estamos hablando de una constitución, un texto que por naturaleza debe ser estable, debe durar, y en el que puedan gobernar partidos de derechas, de centro y de izquierda, sin renunciar a sus principios. De momento el PSOE ha presentado una propuesta de reforma autonómica. Ha hecho bien en presentarla. Sin embargo, carece de credibilidad porque necesita, como mínimo, del concurso de otros partidos, en especial del PP. Éste, por ahora, no ha querido entrar en el juego quizás porque antes de tirarse a la piscina quieren saber si hay agua.

Pues bien, puede haber agua si las cosas se hacen seriamente. Y una manera seria de empezar sería, a mi parecer, poniéndose de acuerdo, no en el contenido, sino en el procedimiento: encargar un informe que hiciera un diagnóstico de la situación seguido de propuestas concretas de cambios constitucionales. Hace diez años se encargó el informe al Consejo de Estado, órgano consultivo del Gobierno, que elaboró un excelente dictamen. Pero quizás ahora, en aras de la independencia de criterio, lo más conveniente sería que los partidos impulsores de la reforma designaran a un grupo reducido de expertos, entre personas del todo ajenas a los partidos, o bien, para mayor garantía de imparcialidad, se constituyera una comisión regia formada por personas de las mismas características designadas por el Rey.

Una iniciativa de este tipo tendría, cuando menos, una ventaja: que la futura reforma constitucional no estuviera lastrada por el actual desprestigio de los partidos. En todo caso, dada la situación, el cínico ideado por Dahrendorf se quedaría sin argumentos.

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