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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Motines

La rebelión sólo pudo estallar porque los vecinos ya estaban previamente cargados de airadas razones para indignarse

Enrique Gil Calvo

La noticia más sorprendente de la semana pasada fue el levantamiento de los vecinos burgaleses del barrio de Gamonal contra la alcaldada que pretendía expropiar su calle mayor para dar un pelotazo urbanístico. Y para impedirlo se sublevaron, protagonizando un auténtico motín popular que parece heredero no tanto del motín de Aranjuez (1808), dirigido contra el valido Godoy acusado de corrupción, como del motín de Esquilache (1766), montado contra otro anterior valido cuya política económica de reformas estructurales (¿les suena?) había encarecido sobremanera el pan y demás recursos de subsistencia, empobreciendo de forma insoportable a las clases menestrales.

En aquel sonado caso, la chispa que prendió el fuego de la ira popular fue el célebre bando de las capas que prohibía embozarse el rostro (en un curioso precedente del actual interdicto contra el pañuelo islámico). Pero en realidad su origen profundo hay que buscarlo en la “economía moral de la multitud” (según la certera expresión acuñada en 1979 por el historiador británico E. P. Thompson): esa conciencia compartida de estar sufriendo una injusticia sangrante que mueve al pueblo llano a sublevarse para recuperar su dignidad.

Pues bien, la causa última del motín de Gamonal también hay que buscarla en la economía moral de la multitud. La chispa precipitante que provocó la protesta fue el comienzo de las obras del aparcamiento especulativo. Pero la rebelión sólo pudo estallar porque los vecinos ya estaban previamente cargados de airadas razones para indignarse. De ahí el paralelo entre el despotismo ilustrado de Esquilache y las alcaldadas arbitrarias de la oligarquía caciquil (llamada por algunos élite extractiva) que gobierna las ciudades como Burgos, recortando los derechos de sus vecinos con la excusa tecnocrática de elevar su competitividad acometiendo reformas estructurales.

Un despotismo municipal que encubre toda suerte de tramas clientelares rayanas en la corrupción, y que se sustenta en dos pilares gravemente perniciosos. De un lado, el poder casi ilimitado del alcalde-presidente de la corporación, que sin control suficiente puede gobernar la ciudad prácticamente por decreto-ley. Y del otro, la falta de independencia de los funcionarios encargados de controlar sus decisiones ejecutivas, como los secretarios e interventores municipales.

Están por desarrollar los reglamentos de la nueva Reforma Local (Ley 27/2013 de 30 de diciembre), teóricamente destinada a poner los Ayuntamientos (y las Autonomías) bajo el control de la Intervención del Estado. Pero hasta que entre en vigor, y en nombre de la autonomía local, los ediles se seguirán resistiendo a rendir cuentas ante controladores externos, que es la única forma de prevenir y evitar escándalos tan descomunales como el de los ERE andaluces. De modo que cabe temer lo peor, pues el caciquismo local seguirá campando a sus anchas mientras no lo impidan motines como el de Gamonal.

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