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Columna
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¡Ciudadanos, tenemos un problema!

En el caso del proyecto secesionista para Catalunya las luces de emergencia llevan encendidas al menos desde la sentencia del Tribunal Constitucional del 28 de junio de 2010, que invalidaba en parte el nuevo Estatuto de autonomía. Este pronunciamiento llegaba con cuatro años de retraso respecto a la aprobación del Estatuto en referéndum el 18 de junio de 2006. Entonces, sobre un censo de 5.309.767 de electores, hubo una participación del 49,4%. Y de los votantes un 74% dio el “sí”. En la ruptura de los consensos logrados en torno al Estatuto de 1979 (participación de un 60% del censo y 88% de votos emitidos a favor) la primera bravuconada es muy anterior, correspondió a José Luis Rodríguez Zapatero, cuando el 30 de agosto de 2003 prometió a Pasqual Maragall más de lo que podía.

La solución al desafío catalán es política, sin que pueda confiarse al muro constitucional

Porque nunca tuvo a su alcance ZP garantizar que la reforma del Estatuto fuera aceptada por el Congreso de los Diputados, ni evitar que se presentara un recurso ante el Tribunal Constitucional, ni que el fallo se produjera en los términos en que se produjo. En cuanto al Partido Popular, se afanó recogiendo firmas contrarias, a la búsqueda de rentabilidades electorales. Fue Zapatero quien reflotó el Estatuto encallado mediante un acuerdo en La Moncloa con Convergencia i Unió, saltándose al PSC. Y ERC, integrada en la coalición gobernante en la Generalitat, la que se descolgaba pidiendo el voto en contra en el referéndum. Que después en las reformas de los Estatutos de otras comunidades figuraran disposiciones análogas a las eliminadas del de Cataluña fue irrelevante porque solo contaba la plaza de San Jaume.

Reconozcamos que la normalidad democrática había producido entre nosotros fatiga del interés y crecida del desencanto, que se oscurecieron los éxitos políticos vividos a la salida de la dictadura y que se difuminó la memoria de los empeños de la Transición. Ahora, por lo que respecta a Cataluña, estamos obligados a gritar “¡ciudadanos, tenemos un problema!”. Porque podrán discutirse los orígenes remotos o próximos; atribuirse las causas al Gobierno de la Generalitat, a las fuerzas políticas o a los movimientos sociales; considerarse la legitimidad o la falacia de los argumentos; advertirse los efectos derivados de las actitudes ponderadas o de las exaltadas; analizarse la incidencia de los medios de comunicación; señalarse las tergiversaciones interesadas o las falsificaciones históricas; anticiparse las posibilidades y los daños sobre la población inerme, obligada a una elección desgarradora; pero tenemos un problema que incide sobre todos los ciudadanos, también sobre los no catalanes, que afecta de manera radical a la definición y a los pactos originarios de los que derivan la ciudadanía y las libertades. Su solución es política, sin que pueda confiarse al muro constitucional. Veremos.

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