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Columna
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La Constitución, ¿culpable?

La culpa, pues, no es de la Constitución, basta con interpretarla conforme a su espíritu y finalidad

Francesc de Carreras

La reforma constitucional fue, durante la semana pasada, el tema de moda en los medios de comunicación. La crisis política y 35 años de duración lo justificaban.

La conclusión de políticos, opinión pública y expertos fue bastante clara: nuestra carta magna necesita reformas en algunos aspectos clave pero ello no es factible debido a que en estos momentos no existe posibilidad de conformar una mayoría equivalente al consenso de 1978, parámetro indispensable para que el remedio no sea peor que la enfermedad. Así pues el mandato es claro: debemos ir creando las condiciones que propicien el clima necesario para conseguir el deseado consenso.

Sin embargo, de todo este ambiente en favor de la reforma podría deducirse algo, a mi parecer, profundamente equivocado: que el responsable único del mal funcionamiento de algunas instituciones es la Constitución. En algunos casos, ello puede ser cierto, pero no en todos, ni siquiera en la mayoría. Es decir, las dificultades políticas de la reforma constitucional no pueden servir de excusa a los partidos políticos para seguir con la inercia del mal funcionamiento de las instituciones, de la que son sus principales responsables.

Así pues, a cada uno lo suyo: algunas instituciones funcionan mal por culpa del diseño constitucional; otras, a causa de las leyes que las regulan, y unas terceras, y esto es lo más frecuente, por el modo en que son aplicadas por parte de los poderes públicos competentes. Y ahí está la responsabilidad de los partidos, causa próxima o remota de este mal funcionamiento dado que son quienes, directa o indirectamente, designan a los titulares de estos poderes.

Basta un ejemplo para comprenderlo. Está generalizada la crítica a la designación de magistrados del TC. Sin embargo, el artículo 159 CE regula esta designación con la minuciosidad suficiente para garantizar que los nombrados sean personas técnicamente preparadas, imparciales e independientes. Por ello se exige en dicho artículo, entre otros requisitos, que sean elegidos por mayorías parlamentarias cualificadas entre juristas de reconocido prestigio y con un mandato de nueve años mientras el tribunal se renueva por partes cada tres años. Todo ello son cautelas para conseguir una composición equilibrada y neutral que distancie a los magistrados de las mayorías parlamentarias simples y ocasionales para asegurar su independencia. Ahora bien, la aplicación de estos buenos criterios constitucionales se malinterpreta mediante el sistema de cuotas partidistas que premian en muchos casos a juristas cuyo mérito primordial es su fidelidad al partido que los propone.

La culpa, pues, no es de la Constitución, basta con interpretarla conforme a su espíritu y finalidad. Mientras no la reformemos, cuidemos de aplicarla bien, que las dificultades de reforma no sean una permanente excusa para justificar el mal funcionamiento de ciertas instituciones.

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