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Columna
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Constitución

La acumulación de escándalos de corrupción favorece el descrédito de la Ley Fundamental

Enrique Gil Calvo

La conmemoración del 35 aniversario de la Constitución ha resultado esta vez más deslucida que nunca, como si su vigencia se diera por declinante o incluso periclitada. En esto ha podido influir el clima necrófilo mediáticamente impuesto por la muerte de Nelson Mandela. Pero creo que hay razones más significativas para explicar tan decepcionante celebración, que al margen de los pomposos discursos oficiales ha hecho retraerse a la propia ciudadanía, cada vez más renuente a visitar las Cortes. Y entre tales factores destaca la coincidencia en el tiempo de graves problemas políticos quizás irresolubles que no pueden ser abordados en el marco de la presente Constitución.

El primero de todos por su urgencia inmediata es la amenaza de secesión proclamada por aquellos sectores de la clase política y la sociedad civil catalanas que hoy llevan la iniciativa política y están obteniendo la hegemonía cultural por la vía de los hechos consumados. Unos hechos tan peregrinos como el histriónico congreso de historiadores antiespañoles organizado por Mikimoto para celebrarse esta misma semana por encargo de la Generalitat. O como el ultimátum que vence a fin de año para convocar un alegal referéndum de autodeterminación que viola explícitamente el marco constitucional. Ante semejante amenaza de ruptura política inminente, aunque de momento solo sea verbal, poco ha de extrañar que el clima político no sea precisamente el más apropiado para celebrar fútiles festejos constitucionales.

Y otro factor que favorece el descrédito constitucional es la reciente acumulación de escándalos de corrupción, que se añaden a un largo rosario de múltiples casos judiciales: nada menos que 1.600, de los que 300 están catalogados como de extraordinaria complejidad. Lo último ha sido el anuncio por la juez Alaya de la futura imputación por el caso ERE de los anteriores presidentes andaluces Chávez y Griñán, que son además altos cargos de la cúpula del partido socialista: uno de los dos pilares sobre los que descansa la estabilidad del sistema político español. Y en la misma órbita del PSOE acaba de estallar el escándalo de la UGT, que amenaza con derribar la fachada del poder sindical revelando la cara oculta de su fraudulenta trama clientelar. Pero en el otro pilar del sistema, sostenido por la patronal y el partido conservador, también se transparentan sus corruptas vergüenzas, con constantes incidentes judiciales derivados de la trama Gürtel y el caso Bárcenas.

La semana pasada han sonado dos nuevas alarmas: el último Barómetro del CIS, que hace de la corrupción el segundo gran problema nacional, y el último Informe de Transparencia Internacional, que ha degradado el indicador español diez puestos más abajo (del 30 al 40), situándolo a la cola de Europa, por detrás de Portugal (puesto 33). Una corrupción política contra la que de nada sirve la inane Constitución, incapaz de evitar su proliferación en ausencia de verdaderas autoridades reguladoras independientes, que en nuestro país están sometidas al dictado del Gobierno y los partidos, tal como revelan los últimos escándalos del pactado reparto de puestos en el Consejo del Poder Judicial y la reciente limpieza política de la Inspección Tributaria.

Y el tercer factor que citaré es la incapacidad de reformar la Constitución para adaptarla a los desafíos políticos que se han abierto en los últimos años. Porque si exceptuamos al Gobierno y sus portavoces oficiales u oficiosos, lo cierto es que hay un consenso creciente sobre la necesidad de reformar la Constitución. Y ello no tanto por lo que se refiere a la cuestión sucesoria como por todo cuanto respecta a la distribución territorial del poder. Aquí la clave reside en la injusticia que perciben los catalanes al advertir que se les niegan los privilegios forales que detentan vascos y navarros sin mejores derechos que ellos. Y relacionada con la cuestión territorial está la necesidad de reformar el sistema electoral, que distorsiona la representación proporcional privilegiando el bipartidismo mayoritario en las provincias menos pobladas.

Pero no hay posibilidad de alcanzar el consenso político necesario para reformar la Constitución. De ahí que haya surgido un creciente escepticismo anticonstitucional, que está erosionando y amenaza con hacer quebrar el anterior consenso ciudadano que había en torno a la Constitución como único factor de cohesión social en un país tan fracturado como España. Al final del siglo anterior se abrigó la ilusión de que podría generalizarse un cierto patriotismo constitucional, capaz de disolver las fracturas sociales y territoriales. Pero hoy ya no quedan esperanzas de que pueda ser así, pues la falta de consenso político está socavando el consenso ciudadano, lo que a su vez agudiza la creciente fractura política. ¿Cómo romper el círculo vicioso que nos ha atrapado?

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