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Columna
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Nunca pasa nada

Josep Ramoneda

Que el régimen surgido de la Transición está gripado y necesita reformas profundas es ya un lugar común. Que la Constitución necesitaría un baldeo, también, por más que el PP se resista porque ya le va bien como está. Sin embargo, sería un error creer que la Constitución es el único problema de la crisis política española. De nada servirían las reformas sin un cambio en la cultura política. Lo que más lastra a las instituciones es la incapacidad de asumir responsabilidades por parte de los que las regentan y la falta de dignidad en el ejercicio de las funciones: los escándalos de corrupción se suceden sin que casi nunca pase nada, los partidos en vez de denunciar a sus corruptos los protegen hasta que la situación es ya insostenible, las divisiones políticas se trasladan a las instituciones judiciales, los gobernantes no se defienden de los ataques de los poderes contramayoritarios a su independencia y las diferencias políticas se convierten en afrentas. Falta cultura democrática y sentido de la elemental dignidad, que quiere decir autonomía personal, capacidad de pensar y decidir por sí mismo. Y así la confianza ciudadana mengua día a día.

Si se habla de reformar la Constitución es por tres razones. Primera: porque el Gobierno la está aplicando con una deriva claramente autoritaria que la está vaciando de contenido. Lo demuestran iniciativas como la Ley de Seguridad Ciudadana o las propuestas para una mayor eficiencia del Estado autonómico, pero también sus políticas de austeridad, que han destruido derechos constitucionales básicos y constituyen un verdadero democidio, en expresión de José Antonio Pérez Tapias. Segunda: porque hay manifiestas disfuncionalidades en el sistema institucional que afectan a sectores tan importantes como la justicia (eterna reforma pendiente), la educación, la Administración o la propia organización autonómica, y porque pesa sobre el régimen una interpretación cada vez más restrictiva de la Constitución. Y tercera: porque el proceso independentista catalán ha puesto en crisis la propia estructura del Estado. Pero el PP no quiere reformar la Constitución, porque el fundamentalismo constitucional es básico para su proyecto de avanzar discretamente hacia el autoritarismo posdemocrático. Sin posibilidad de consenso entre los dos grandes partidos, ¿cómo cambiar la Constitución? Curiosamente, ante el inmovilismo del PP, la presión catalana podría ser el único factor de cambio. Pero Rajoy ha definido hace tiempo la estrategia: el miedo. Habría que recordarle que la historia de los países enseña que cualquier problema estructural que se enquista rebrota cíclicamente y cada vez en condiciones más difíciles.

El Gobierno está aplicando la Constitución con una deriva autoritaria que la vacía de contenido

¿Qué ha de pasar para que se reforme la Constitución? Que se llegue a un punto de crisis tal que se reconozca la necesidad de un nuevo pacto constituyente. Maquiavelo decía que el conflicto y la desunión dieron a Roma sus leyes más favorables a la libertad. Rubio Llorente definía en estas mismas páginas la vía civilizada de solución del conflicto con Cataluña: la autorización de un referéndum para que los catalanes expresen sus deseos; y, a continuación, una propuesta de reforma de la Constitución, en función del resultado de la consulta, votada posteriormente por toda España. Demasiado racional para ser cierto. En España, la derecha necesita siempre vencedores y vencidos, es incapaz de dar reconocimiento. Y el problema de Cataluña, por mucho que se empeñen en caricaturizarlo, no es principalmente económico, ni de furores y engaños nacionalistas; es de reconocimiento.

Algunos protagonistas de la Transición han apuntado que si en su día fue posible que se entendiera gente tan dispar como el Rey, Fraga, Suárez, Pujol, González, Carrillo y Arzalluz, no debería ser imposible que se entendieran Rajoy, Rubalcaba, Mas y Junqueras. Equivale a reconocer la necesidad de un nuevo pacto constituyente. Es decir, de refundar el sistema con todas sus consecuencias. Sin duda, no es lo mismo pasar de una dictadura a una democracia que refundar un Estado democrático en degradación sobre nuevas bases. En realidad, debería ser más fácil. Pero para ello se requieren respeto, responsabilidad, coraje y visión de futuro. Cuatro cosas ausentes en el debate actual, montado sobre la descalificación y la incapacidad de proponer proyectos alternativos al independentismo en curso.

El bloqueo del PP a cualquier reforma, secundado por un PSOE que solo admite operaciones cosméticas de corto alcance, conduce a un punto muerto. No hay salida: el independentismo se rinde o es rendido. ¿A dónde se llega por este camino? Puede que se consiga frustrar el proyecto soberanista catalán, pero solo será una tregua para que reaparezca con más fuerza. Gobernar es escuchar la realidad (la verdad efectiva de las cosas) y anticiparse. Pero en el reino del PP nunca pasa nada.

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