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El regreso de Ricart a ninguna parte

Nada de la vida que tuvo hasta que cometió el crimen de Alcàsser aguarda a El Rubio en Catarroja, su pueblo, adonde podría volver tras dejar la cárcel

Foto: atlas | Vídeo: ULY MARTÍN / ATLAS

Difícilmente se habría imaginado Miguel Ricart tiempo atrás que, un año después del simbólico 20 aniversario del triple crimen de las niñas Miriam García, Toñi Gómez y Desirée Hernández, entonces de apenas 14 y 15 años, él iba a ser liberado y podría volver a su pueblo, Catarroja (Valencia). Se ha especulado con que Miguel Ricart podría incluso intentar pasearse por Alcàsser, puesto que no lo impide ninguna orden de alejamiento. Pero parece poco probable, incluso delirante.

Porque, ciertamente, dos de las tres familias de las víctimas del crimen aún viven allí. Fernando García, padre de Miriam, ya no. Él pasó de ser portavoz de las familias a atacar la instrucción del caso y el papel de diferentes instituciones en el juicio a Ricart, apuntando hacia otros autores del crimen (brumosos, indefinidos, y supuestamente poderosos). Terminó erosionado por esas teorías —y por el laberinto de una fundación que creó a través de donaciones populares— hasta ser condenado incluso a una pena de más de un año de cárcel por calumnias con publicidad. La madre de Miriam, su primera esposa, murió. García enhebró una vida fuera de focos a través de una nueva relación, en la que ha vuelto a ser padre. Se dedica a una empresa de colchones, que entre otras partes, vende material específicamente en Catarroja.

Su padre ha muerto, su hermana se cambió el nombre y se fue

En Alcàsser, entre sus 9.500 habitantes, continúan las familias de Toñi y Desirée. Los padres de la primera viven ambos; de la segunda, únicamente la madre, Rosa Folch. Todos tienen nietos. Folch ha participado en manifestaciones en Madrid y Valencia contra la abolición de la doctrina Parot convocada por la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT). Ver a Ricart libre le parece “una vergüenza” que le hace revivir los peores días de su vida. Los familiares de Toñi han hecho comentarios similares. La gente del pueblo, visiblemente molesta con la prensa, parece moverse entre la estupefacción y el cansancio en torno a El Rubio. “Nadie puede ya más con todo esto”, indica, con pocas ganas, una sanitaria residente en el pueblo, de la edad que ahora tendrían las víctimas, más de 30 años. “Y la verdad ¿a qué tendría que venir él a Alcàsser?”, se pregunta otra vecina.

Lo normal es que afronte otras opciones. Miguel Ricart disponía de superficiales contactos en Valencia, establecidos, de modo epistolar, en tiempos de su proceso judicial. Entonces, en 1997, incluso una chica que acudía como público dijo a los periodistas sentirse atraída hacia él, empujada por una retorcida lástima, amplificada por la deriva televisiva hacia los juicios paralelos que marcaron la cobertura del proceso.

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“Con el final del juicio en Valencia, solo se le podía considerar culpable”. Lo opina ahora un antiguo asistente al juicio, que, como otros, confió una vez en sus manifestaciones de inocencia; también como tantos otros ahora preguntados, no desea ser nombrado, ni relacionado con lo que refiere como “un mal sueño”.

Sucedió en el sur del área metropolitana de Valencia. Allí, en la zona de Alfafar-Benetússer, Ricart encontró una vez cobijo sentimental a través de una novia estable —que declaró como testigo en su juicio—, y con la que tuvo una hija. Compartió vivienda con ella y su hermana, aunque a ratos: durante el proceso judicial, la relación estaba arruinada de lejos; un ejemplo más de su trayectoria vital errabunda y sin meditar. Un informe psiquiátrico considera a Ricart “un pensador incansable”. Pero otro informe de la época lo valoraba como alguien “con tendencia a ser impulsivo e irresponsable, que no valora su conducta, aunque sea de riesgo para otros, o para sí mismo”.

Esa “tendencia” de Ricart le llevó a la amistad con Antonio Anglés, alias Asuquiqui, y a servirle de ayuda en atracos y en el triple crimen. Fue en el pueblo de Catarroja donde El Rubio consolidó el contacto con Antonio. Fue de allí de donde los familiares de este último —que se han cambiado nombres y apellidos— se fueron hace tiempo. También fue allí donde Ricart nació. Donde vivió con sus padres y hermana. Pero no hay, ahora, un espacio familiar para él. No encontrará en la villa a su única hermana, tres años menor que él, y que se fue tiempo atrás. Ella, que llegó a ser presencia regular en debates televisivos sobre el juicio (y donde contaba conversaciones con el hermano), se ha cambiado el nombre de pila, y el orden de los apellidos.

El municipio reforzará la seguridad ante la inquietud vecinal

Ambos niños perdieron a su madre en 1975, cuando Miguel tenía seis años de edad. La mujer falleció tras una crisis epiléptica. Su esposo, Miguel Ricart padre, conocido como El Pinzell, volvía de trabajar, y la encontró muerta.

Miguel padre también ha muerto. En 2001. Su nombre aún figura en el timbre del patio del piso alquilado de la calle Alicante donde vivió, y donde estuvo El Rubio hasta que se hizo mayor de edad. Miguel Ricart padre impresionó a todo el país en 1993 —cuando se encontraron los cadáveres— apareciendo destrozado ante las cámaras y diciendo que si su hijo había participado en los asesinatos, debía “pagar”. Nunca se plegó ante las televisiones, y sobrevivió en soledad con una pensión de invalidez ridícula. Reconoció que solo una vez llegó a ver a su nieta, un día que El Rubio se la mostró poco después de nacer. El hombre hoy está enterrado junto a su mujer en el cementerio local.

Algunos familiares paternos de Ricart que vivían en la zona también murieron. Y los antiguos amigos de Ricart cuando era jovencito, aquellos que compartían correrías hasta que hizo camino en la delincuencia más seria, tampoco están. Ciertos de ellos esperan en el cementerio o han sido incinerados. Otros viven, pero no se les ve por donde Ricart y ellos crecieron.

Se trata de una de las partes del pueblo que acogió en los ochenta a muchos inmigrantes españoles en busca de trabajo. Hoy son inmigrantes del Magreb, sobre todo, los vecinos nuevos en ese tramo. “Quería hacerse el duro, y le costó serlo”, comenta un antiguo chico del barrio, que lo conoce de niño. Y añade: “Los dos hermanos quedaban demasiado finos para el ambiente que había cuando éramos pequeños”. “Pero él siempre quiso ser un chico de la calle”, valora. A partir de los 16 años se dio al consumo progresivo de rohipnol, cocaína y heroína. A los 18 se fue de la casa familiar. Su vida desde entonces se oscureció.

Ningún eco de juventud resuena para él en Catarroja, donde la alcaldesa, Soledad Ramón, ha dicho que “se reforzará la seguridad para evitar la inquietud de los vecinos”, aunque, como muchos, piensa que es raro que vuelva. “Nadie se acuerda de él, todo lo que estaba relacionado con su vida se ha muerto o se ha ido”, resume una mujer que conoció a su padre “de muchos años”, mientras toma café con chicas más jóvenes. Ellas se preguntan si Miguel Ricart tendrá “valor para volver” cuando “él ha dejado de ser de aquí”.

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