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Tribuna
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Teoría de la reactividad

Todo lo que ha hecho Rajoy no solo no estaba en su programa, sino que era lo que este negaba

Josep Ramoneda

Después de los incumplimientos, la consolidación de la deriva autoritaria. Mariano Rajoy cumple dos años al frente del Gobierno y el principal mérito que se le atribuye es haber resistido. Resistir en este caso es seguir en el puesto, aunque sea con una pérdida de más de un tercio de los apoyos electorales. Varias veces se le dio por desahuciado, especialmente cuando España estuvo al borde del rescate formal completo —de hecho, estamos en rescate real desde casi toda la legislatura— y cuando estalló el caso Bárcenas.Ha incumplido todas y cada una de sus promesas: “Yo no soy como usted, señor Rubalcaba, lo que no llevo en mi programa no lo haré”. Todo lo que ha hecho no solo no estaba en su programa, sino que era lo que su programa negaba: ha dado dinero público a los bancos, ha reducido el desempleo y las pensiones, ha recortado en sanidad y educación, ha subido impuestos y así sucesivamente. Y, sin embargo, resiste. Salvo que la oposición salga rápidamente de su letargo, el PP está lejos de estar desahuciado para el final de legislatura.

¿Por qué? Por el miedo de la ciudadanía ante la incertidumbre; por la incomparecencia de la oposición, con un PSOE que hasta ahora apenas ha dado señales de haber completado la elaboración del luto por la debacle de 2011; por la comodidad de disponer de una amplia mayoría absoluta parlamentaria; por la asunción, por parte de la ciudadanía, de la impotencia de la política frente al dinero y frente a Europa; por la resignación de una sociedad formada desde hace años en la indiferencia política; por el uso descarado de los instrumentos del Estado en beneficio propio (caso Bárcenas: “Hay cosas que no se pueden probar”); por la habilidad en desplazar siempre las responsabilidades hacia otros: no hay alternativa, la culpa es de la herencia socialista, manda Europa; y porque la política está perdiendo sustancia de una manera alarmante.

Completado el ciclo de los incumplimientos, que pone de manifiesto el escaso valor del compromiso público en política, viene ahora la segunda parte de la legislatura: la consolidación del autoritarismo posdemocrático. No es casualidad que uno de los próximos proyectos de ley en llegar al Consejo de Ministros sea de seguridad ciudadana, cuyo borrador es una ridícula impugnación de los derechos de manifestación y de expresión. En realidad, el Gobierno está cumpliendo a rajatabla el viejo programa anunciado por Reagan a principios de los ochenta: la función del Estado es garantizar la seguridad, el cumplimiento de la ley y la sumisión de la ciudadanía a las exigencias del poder económico. Rajoy es un presidente propio de un tiempo en que parece como si a la política se le hubiese aspirado la sustancia. El resultado es la minimización de los proyectos políticos. Se puede llegar con un programa, incumplirlo del todo y que no pase nada. ¿Pero es impune esta manera de hacer? Desdibuja el papel de la política, porque erosiona su autoridad simbólica. Y tiene consecuencias graves para la sociedad, porque deja a la inmensa mayoría de los ciudadanos sin la política como instrumento para defender sus intereses y limitar los abusos de poder. Resultado de ello, la sociedad se tensa y, poco a poco, se va imponiendo una cierta cultura de la reactividad.

Lo he visto estos días en una Francia cargada de tensión, después de dos mandatos de promesas incumplidas, primero por un Sarkozy que anunciaba cada día una nueva revolución sin haber empezado ninguna, después por un Hollande completamente sobrepasado por el cargo que ocupa. El malestar se dispara y se manifiesta en forma de irritación, que estalla en cualquier momento y lugar y que puede tomar las formas más diversas. Diecisiete mil gitanos se han convertido en el chivo expiatorio, el enemigo que une a casi todos los franceses. Hay un impulso reactivo a flor de piel, a punto de estallar en cada momento. En parte, esta irritación ha permitido a la extrema derecha hacerse con el control de la agenda política. Pero solo en parte, porque la expresión de esta reactividad tiene direcciones muy diversas, con un denominador común: el desconcierto de las clases medias y populares, a las que en tiempo de cambios acelerados nadie ofrece pautas ni referencias. La sociedad reactiva —malhumorada y tensa— no es solo un efecto de la crisis, es el efecto de una política que se vacía de sustancia, del ritual de las promesas se las lleva el viento, de la consiguiente crisis de representación (“no nos representan”) y de la deriva de unos Gobiernos que optan por el autoritarismo para disimular su impotencia. Ahí nos lleva Rajoy, si nadie reacciona.

La sociedad se tensa y, poco a poco, se va imponiendo una cierta cultura de la reactividad
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