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Tribuna
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Cuando decidí salir del Gobierno

A finales de 2008 Solbes considera agotada su “larga paciencia” tras perder la batalla por el control del déficit Así lo recuerda el exministro en sus memorias 'Recuerdos' (Deusto)

Zapatero y Solbes en el Congreso en octubre de 2010.
Zapatero y Solbes en el Congreso en octubre de 2010.Cristóbal Manuel

Aunque he sido siempre, y lo sigo siendo, defensor del límite del 3% del déficit público, tenía claro que no era un dogma y que teníamos que aprovechar los márgenes de flexibilidad que contemplaba el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Sin embargo, no me sentía cómodo con la interpretación que algunos hacían, y entre ellos estaba el presidente del Gobierno, de que en una situación tan excepcional como la que estábamos viviendo [en 2008] y con una deuda pública por debajo del 40% nos podíamos permitir una especie de barra libre fiscal.

Mi obsesión en ese momento, y en ello insistía a Zapatero, era diseñar un paquete de medidas de naturaleza temporal que fueran compatibles con el plan de salida de esa situación coyuntural de déficit y que nos permitieran recuperar la estabilidad presupuestaria en el medio plazo y garantizar la sostenibilidad de nuestras finanzas públicas en el largo plazo. Si generábamos una situación de déficit insostenible, tendría efectos en nuestra financiación y volveríamos a situaciones parecidas a las que ya había vivido en 1994-1995. El presidente del Gobierno no compartía esa preocupación y defendía que recuperar el crecimiento era la prioridad y que todavía teníamos margen para seguir utilizando el gasto público como instrumento para impulsar la actividad económica.

Sus tesis encajaban con una visión que encontraría eco internacional en la cumbre que el G-20 celebró en Washington el 15 de noviembre de 2008. El FMI propuso en la reunión de Washington que se destinaran 1,2 billones de dólares, el 2% del PIB mundial, a poner en marcha acciones para reactivar la economía mediante la inyección de dinero público.

Era todo cuanto necesitaba Zapatero para orillar definitivamente mis advertencias sobre los riesgos del déficit público y la necesidad de defender la estabilidad presupuestaria que tanto esfuerzo nos había costado conseguir. Zapatero volvió de Washington convencido de que él tenía razón frente a mi postura que siempre había considerado excesivamente prudente. Ahora hacían falta medidas audaces, y Zapatero asumió su puesta en marcha con una actitud cada vez más desconfiada hacia mí y hacia la interpretación de la situación que se hacía desde el Ministerio de Economía y Hacienda. Volvimos, pues, de Washington, con la instrucción de poner en marcha un macroplan de inversión pública, a través de los Ayuntamientos.

El Consejo de Ministros del 28 de noviembre aprobó la creación del Fondo de Inversión Municipal para la realización de actuaciones urgentes especialmente generadoras de empleo. El fondo estaba dotado con 8.000 millones de euros (el Plan E).

El presidente tenía su propia visión de la crisis y su hoja de ruta no coincidía con la mía. Yo era un ministro incómodo
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La puesta en marcha de esta medida abrió todavía más la brecha que me separaba del presidente del Gobierno y mi distanciamiento con él empezó a adquirir tintes irreversibles. Discutí con él, tanto la dotación del fondo como su duración. Creo que ante mi matizado entusiasmo Zapatero decidió que fuera el Ministerio de Administraciones Públicas el que coordinara las actuaciones del fondo.

De acuerdo con el Banco de España, si el impulso fiscal en 2008 había sido de algo más de 18.000 millones de euros, en 2009 lo incrementamos a 22.000. De ellos, 14.000 se realizaban vía ingresos y eran en gran medida consecuencia de decisiones anteriores, con 8.000 millones de impacto permanente y 6.300 de impacto temporal.

Desde noviembre de 2008 era ya evidente que la situación económica seguía empeorando y era urgente actuar. Mantuvimos varias reuniones con Moncloa, algunas a solas con el presidente y otras con varios participantes. Le expliqué mi visión con enorme preocupación. Le señalé que un país como España no podía permitirse ir más lejos en términos de déficit o deuda pública porque empezamos a generar desconfianza sobre la sostenibilidad de nuestras finanzas públicas y sobre nuestras posibilidades de recuperación, algo que empezaba a intuirse en los mercados. También subrayé que la economía española se enfrentaba a una profunda recesión y que así lo íbamos a reconocer en la revisión del Programa de Estabilidad.

En todo caso percibí en aquellas reuniones que estábamos en un momento crítico y en estos meses mi, por lo general, larga paciencia, había llegado al límite. Tuve siempre muy claro que cuando uno ocupa un puesto público, en teoría, puede marcharse en cualquier momento y conseguir el impacto público que puede implicar una dimisión, pero esa decisión puede tomarse solo una vez, y hay que valorar también los posibles daños. En la anterior legislatura pensé en hacerlo en un par o tres de ocasiones y siempre llegaba a la conclusión de que era mejor aguantar, pues la salida podía resultar personalmente satisfactoria, pero no resolvía ningún problema.

A finales de año, pasados nueve meses desde las elecciones, estaba ya totalmente convencido de que la idea por la que decidí ir a las mismas, que mi presencia en el Gobierno pudiera ser útil para ayudar a resolver la crisis, no era correcta. El presidente tenía su propia visión de la crisis y su hoja de ruta y no coincidía con la mía. Yo era un miembro del Gobierno incómodo para él y la situación era, cada vez, más enojosa para mí ya que, por lealtad, tenía que apoyar una política y unas medidas con las que en no pocas ocasiones estaba en desacuerdo. Había llegado el momento de aclarar las cosas y decidir de una vez para siempre si valía la pena quedarse o no. Las vacaciones de Navidad eran un buen momento de reflexión así que le señalé al presidente que le presentaría unas propuestas después de las vacaciones y que si estábamos de acuerdo con el diagnóstico y sobre todo con las medidas a adoptar estaba dispuesto a quedarme pero que en otro caso prefería marcharme.

Al final le entregué a primeros de enero un documento titulado Una estrategia para la recuperación de la economía española. En el documento, de fecha 8 de enero de 2009, se llevaba a cabo un análisis de la economía española en los últimos años, y se destacaban los desequilibrios generados, todos relacionados entre sí. Se resumían también las actuaciones del Gobierno desde 2004 para hacer frente a esa situación. En mi opinión, debería insistirse en las reformas estructurales.

La respuesta de política económica exigía, para recuperar la competitividad y dinamizar el crecimiento de la productividad, un proceso de ajuste con los siguientes elementos fundamentales: reducir nuestros niveles de endeudamiento y de déficit exterior, lo que supondría trasvase de ciertos sectores productivos a otros (cobrando especial importancia el sector exterior), recuperar de manera rápida al menos parte de la competitividad perdida desde 1999 (consecuencia tanto de presiones de demanda como de factores estructurales en la formación de precios y salarios). Al no poder recurrir a la devaluación como se había hecho en el pasado, era necesaria una flexibilidad suficiente en los precios y salarios relativos, creciendo menos que los de nuestros competidores. Había igualmente que mejorar el funcionamiento de los mercados de productos y factores, incluida una moderación salarial y un menor crecimiento de precios y márgenes empresariales. Y todo ello en un marco de finanzas públicas sostenibles a largo plazo. El presidente me señaló que me daría su opinión en unos días.

La respuesta de Zapatero llegó a finales de enero: “Pedro, este documento es inaceptable. Lo que propones lleva implícitas dos huelgas generales”. Le señalé que si no se llevaban adelante esas propuestas, no evitaríamos la huelga general y se produciría en condiciones económicas y sociales mucho más difíciles. La respuesta, no por esperada, me impactó menos. Interpreté sus palabras como una clara negativa a lo que yo le proponía y era evidente para mí que desde ese momento mi presencia en el Gobierno prácticamente había terminado; solo quedaba por definir el momento de esa salida y era consciente de que era a Zapatero al que le tocaba administrar los tiempos y decidir cuándo hacer la crisis de Gobierno.

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