_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

‘Gallinas’

¿Por qué se dejan conducir los partidos moderados hacia la polarización?

Enrique Gil Calvo

Como ya ocurrió en la Europa de entreguerras, parece que también la crisis actual ha impuesto entre los líderes políticos el d'annunziano vivere pericolosamente, pues últimamente arrecian los grandes hombres que se arrojan con patriótico ardor a jugarse a cara o cruz el futuro colectivo de su país, apostando toda su carrera política al llamado juego del gallina. Ya saben, ese duelo suicida donde dos gallitos arrogantes, como James Dean y Corey Allen en Rebelde sin causa, se desafían a una carrera hacia el abismo para ver quién es el gallina que se retira antes. Es un célebre modelo de la teoría de juegos, afín al análogo dilema de los prisioneros, pero en el que no se puede cooperar y que solo arroja dos resultados posibles: o un jugador se retira y pierde todas sus bazas o las pierden los dos si ninguno se echa atrás. La política española lo suele llamar “choque de trenes” para de-signar un ultimátum o un órdago contra reloj que abre una crisis de confrontación bipolar donde se acaba el tiempo para negociar.

Tres ejemplos. El primero es el desafío de Berlusconi a Enrico Letta, al que amenazó con acabar con su Gobierno si no se suspendía su condena de inhabilitación. Letta aguantó el pulso y Berlusconi hubo de retirarse ante la deserción de los suyos, perdiendo la partida para siempre. Los otros dos ejemplos están pendientes de resolver. Uno es el desafío del partido republicano (GOP) contra el presidente de EE UU, al que amenaza con provocar su default si no acepta suspender la aplicación de su nueva ley de sanidad (el Obama Care). El otro es el desafío del soberanismo catalán contra el Gobierno, al que amenaza con convocar el año que viene un referéndum de autodeterminación si no acepta legalizarlo antes como derecho a decidir. Y el paralelo entre ambos ultimatos queda reforzado por dos factores coincidentes. En ambos casos interviene el poder de veto de la mayoría parlamentaria: la del GOP estadounidense, que se resiste a desbloquear el presupuesto de Obama, y la del PP, que se niega a autorizar la consulta catalana (pese al ejemplo escocés y quebequés). Y en los dos casos ambas partes han impedido que surjan terceras vías para encarrilar así el juego hacia su trágica confrontación bipolar.

Y ante la inminencia del choque, cabe preguntarse cómo se ha podido llegar hasta ese punto de no retorno. Se puede entender que los radicales del Tea Party o de ERC defiendan el maximalista todo o nada, dado que para ellos se cumple la máxima de “cuanto peor, mejor” pues la catástrofe colectiva les carga de razones para desestabilizar el sistema. Pero parece mucho menos comprensible que los moderados del GOP o de CiU (el partido del mundo de los negocios en sus respectivos países) acepten sumarse a semejante ultimátum que solo conduce a la autodestructiva política del abismo. ¿Acaso no sería más lógico que en lugar de caer en la confrontación bipolar buscasen el acuerdo consociativo, como ha hecho el PNV en Euskadi al alcanzar un pacto fiscal con sus adversarios del PSE y el PP vasco?

Y en el otro bando se puede decir lo mismo. ¿Cómo se entien-de que ni Obama ni Rajoy hayan sabido evitar la caída en la trampa del juego del gallina? ¿Por qué se dejan conducir los partidos moderados, habitualmente interesados en el acuerdo transversal consociativo, hacia la polarización antagónica? Este amor al peligro podría entenderse como una estrategia de negociación, que usa como amenaza el maximalismo de un social radical, como el Tea Party o ERC, para intimidar al adversario forzándole a retirarse. Y por esta razón se excluye la opción de tercera vía. Todo bajo la esperanza de ganar tanto si el rival cede dándose por vencido como si acepta el reto y porfía en la escalada, lo que reforzará la credibilidad del abismo amenazador que constituye su base negociadora.

Pero el mismo cálculo se hace el otro jugador, al pensar que un moderado que se disfraza de radical va de farol. Por eso acepta el envite y entra en el juego de ver quién aguanta más, bajo la misma esperanza de que su adversario no pueda sostener el pulso y tire la toalla. Mientras, el tiempo corre y el abismo se aproxima, lo que incrementa la amenaza ante la inminencia del choque. Y al ascender la tensión llega un momento en que la correlación de fuerzas entre radicales y moderados invierte su signo, quedando estos en poder de aquellos. Entonces los negociadores se quedan sin incentivos que ofrecer y los maximalistas imponen su exigencia de todo o nada. Y el juego del gallina se convierte en una profecía apocalíptica que amenaza con cumplirse a sí misma.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_