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La ‘ciudad’ de la espera permanente

El centro de inmigrantes de Melilla tiene el doble de los usuarios previstos

Varios subsaharianos a su partida de Melilla el pasado miércoles.
Varios subsaharianos a su partida de Melilla el pasado miércoles. ANTONIO RUIZ

El Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) es una pequeña ciudad de la que todos quieren irse. Saben que su paso por este poblado de casas color mostaza es temporal y que allí sobra gente. Se ven llegar unos a otros en un goteo constante de almas perdidas que cruzan la puerta de un lugar seguro por primera vez en meses, si no años. Se ven partir en grupos de varias decenas una vez consiguen el paso hacia la Península, su verdadero objetivo, o una etapa más hasta la deseada Europa.

A las nueve de la mañana del jueves, 929 personas se agolpaban en un espacio que debería acoger a 450, pero un guineano tocaba meta unos minutos después, exhausto, después de deambular durante casi dos días en los rincones de Melilla tras saltar la valla en la madrugada del martes. Eran ya 930. La noche anterior, otros 29 lo dejaban para ser trasladados a centros de acogida de todo el país. A los recién llegados al centro les tocan las “camas militares”, unas literas de tres pisos de lona en habitaciones de hasta un centenar de plazas. Unos dos meses después, si tienen suerte, pasan a las “camas con colchón”, como las llaman ellos mismos, en cuartos de ocho.

El pequeño pueblo tiene una boutique, una especie de bazar asiático donde se reparten prendas básicas y material higiénico. En la enfermería, frenética, decenas de subsaharianos reciben esta semana curas a diario. En el comedor, las colas son más densas en el bufé libre y los espacios, más estrechos en las mesas. Pese a que las cuatro ONG que trabajan en el centro —Cruz Roja, ACCEM, Melilla Acoge y CEAR— pueden contratar hasta un 40% más de personal si la situación lo requiere, están desbordadas.

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Las camas militares, un recurso provisional para situaciones extraordinarias, son ya permanentes. Durante la semana se han desmontado unas tiendas de campaña del Ejército, pero ante la avalancha se volverán a instalar. “Todo nuestro trabajo se vuelve administrativo”, admite Carlos Manzano, director del CETI, que dice que los trabajadores sociales solo tienen tiempo de registrar a los nuevos y hacer las entrevistas personales para transcribir su trayectoria. Lo primero que se intenta mantener es la atención a las madres con niños, que duermen en una zona separada de los hombres. Hasta los dos años, tienen que hacerse cargo de ellos. Luego vienen a la guardería del CETI y al colegio público. “Les obligamos a cambiar el pañal a los niños, porque si no les estamos encima intentan venderlos en mercadillos de la ciudad para sacarse un dinero”, explica.

Sacarse unos euros es una obsesión para los subsaharianos. Venden también ropa y otros productos higiénicos. Todos protegen su ropa desde que la lavan hasta que se seca, para que nadie se la quite. El trabajo estrella es lavar coches, aunque en esa casta no entra cualquiera. Los más antiguos tienen zonas de la ciudad privilegiadas que se distribuyen por nacionalidades. Meterse en el terreno de otros es un problema. Los usuarios hablan de un chico que lleva tres años en el centro, que trabaja todo el día, aunque no saben en qué, y ha ido reuniendo dinero para hacerse con tres ordenadores portátiles que alquila a los demás a un euro la hora para conectarse a Internet.

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Los habitantes de este pequeño pueblo se pasan el día al sol, la mayoría sin rutina. Estar en casa, salas de 10 metros cuadrados, es difícil. Y, de todos modos, están allí para marcharse.

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