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'IN MEMORIAM'
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Mario Trinidad, la obsesión por la coherencia

Siempre tuvo dos cosas en la cabeza: el papel que jugaba el trabajo en la economía moderna y el campo de Extremadura

Soledad Gallego-Díaz
Mario Trinidad.
Mario Trinidad.

Mario Trinidad tuvo siempre dos obsesiones: el papel que jugaba el trabajo en la economía moderna, sobre lo que estudió, y escribió, incansablemente, y el campo de Extremadura, donde se empeñó en vivir, rodeado de un pequeño y ruinoso rebaño de cabras, algunas vacas y un precioso grupo de caballos. Allí falleció la semana pasada, a los 69 años.

Trinidad fue un hombre peculiar, original, un político que pasó fugazmente por la Administración y por el Congreso, que cumplió con seriedad y formidable eficiencia su trabajo, y que pagó, sin la menor queja, el coste de su extremada coherencia (dimitió como subsecretario de Cultura, con el primer gobierno socialista, 1982-1985, y dimitió como diputado del PSOE,1986-1988, por discrepancias con la política económica del entonces ministro Carlos Solchaga).

Trinidad fue algo de lo que ahora se habla mucho: un político con una profesión. Impulsado por su profesor y amigo Alejandro Muñoz Alonso opositó al Cuerpo Superior de Técnicos de Información y Turismo y fue un estupendo gestor público con destinos en Bruselas, Chicago, Roma, El Cairo, Rabat, una profesión a la que regresaba siempre que la política, a la que intentó servir leal y tenazmente, le exigía lo que no estaba dispuesto a dar. Dimitió en sus dos intentos y lo hizo sin estridencias, guardando siempre su amable y afinado sentido del humor, respecto de si mismo… y de los demás, por supuesto. O quizás fueron tres veces, porque, antes, Mario se marchó también del PCE por discrepancias con Santiago Carrillo. Había sido representante del funcionariado en la Junta Democrática y nunca perdió el afecto por sus compañeros de célula: Esther Benítez, Alberto Corazón, Eugenio Triana…

Trinidad era doctor en Derecho, pero su mayor interés estuvo siempre cerca de la economía y, muy específicamente, como buen marxista, en el protagonismo de las fuerzas del trabajo. Como diputado socialista formó parte del llamado Grupo del Palace, un grupo de reflexión en el que figuraban también Pedro Sabando o Julián Campos, y que intentó impulsar en el PSOE un debate sobre el futuro del socialismo. El rotundo fracaso del intento llevó a Mario Trinidad, de nuevo como funcionario, a Egipto, un país que amó con ternura y en cuyos elegantes restos otomanos llegó a ser un experto.

Cuando regresó a España, Mario Trinidad ya había decidido dedicarse a su segunda obsesión: el campo extremeño, que tan bien había conocido durante sus largos veranos de infancia con sus abuelos. En su pequeña explotación ganadera, lejos de cualquier centro urbano, rodeado de animales y de un cielo impresionante, con su familia y con una buena conexión con Internet, Mario observó atentamente lo que iba ocurriendo en su país, estudió sin descanso y escribió decenas de artículos periodísticos (colaboró asiduamente en El País) y varios capítulos de un libro inconcluso. Jamás pensó que hubiera que abandonar el debate, la discusión o renunciar a una sociedad más justa, más culta y más honrada. “Han sido las clases trabajadoras y medias con salarios suficientes las que han promovido la innovación. Si la mano de obra recibe salarios de miseria, la sociedad renuncia a innovar. Es la carestía relativa de la fuerza del trabajo, el encarecimiento salarial el que lleva en su seno el beneficio de la novedad y la invención”, explicaba. Hay que insistir, una y otra vez, aseguraba, porque todo se olvida y se niega, porque las otras fuerzas, opuestas a la del trabajo, jamás se detienen.

Mario le da dejado a sus hijos, Gloria, Laura y Gamal cuatro caballos. Tres están sin tan siquiera domar porque a Mario le gustaba encontrarlos por los campos, libres y bellísimos.

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