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Columna
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Censura

Los conservadores tienden a encubrir sus vergüenzas bajo el manto absolutorio del patriotismo indulgente

Enrique Gil Calvo

El pasado jueves 1 de agosto el presidente Rajoy superó con éxito evidente, pero también con algunos apuros, bastantes omisiones y demasiadas trampas, lo que en la práctica resultó su primera moción de censura por implícita que fuera. Pero semejante éxito político se fundó tan solo en sorpresas trucadas (al pronunciar el apellido del antes innombrable Bárcenas), en argucias retóricas (al redirigir contra el jefe de la oposición sus propias citas pretéritas de ocasiones análogas) y en una mañosa trampa argumental: la de conceder la menor, confesando su error de haber confiado en Bárcenas, pero sólo para negar la mayor, rehusando explicar la financiación irregular de su partido que investiga la Fiscalía Anticorrupción. Meros adornos formales que lograron distraer la atención de la audiencia para ocultar la grave ausencia de cualquier contenido sustancial mínimamente consistente.

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Y digo grave ausencia porque el líder del partido en el poder continúa eludiendo enfrentarse a nuestro primer problema público, que no es la estabilización económica (esta se resolverá con el tiempo), sino la irreversible pérdida de legitimidad de nuestra clase dirigente, cuya verdadera catadura moral ha quedado cínicamente registrada en la contabilidad de Bárcenas. Y a esto el presidente del Gobierno no tiene nada mejor que decir que el vergonzante ¡y tú más! Con lo cual el señor Rajoy demuestra que no es mucho mejor que su antecesor, quien ocultaba su inconsistencia política con una vana imagen de telenovela. Como contraste frente a Zapatero, el actual presidente pareció situarse en las antípodas, optando por renunciar al efectismo mediático para refugiarse en un prudente mutismo. Pero ha resultado ser otro truco publicitario más. Pues a la hora de la verdad, cuando el jueves pasado estaba emplazado a dar la cara ante la soberanía popular, eludió su compromiso de explicar la financiación de nuestro primer partido y optó por echar balones fuera, desviando la atención hacia el tesorero infiel, la oposición desleal y la prensa canallesca.

Pero más que con el talante de Zapatero, con quien hay que comparar la actuación de Rajoy el 1 de agosto es con la precedente intervención que escenificó la víspera en el Parlamento de Cataluña su colega el president Mas. Pues en efecto, estamos ante un caso flagrante de performances paralelas, ya que no de vidas paralelas al estilo Plutarco. El miércoles 31 de julio se celebró en el Parc de la Ciutadela una comparecencia del MHP de la Generalitat destinada a ofrecer explicaciones sobre el caso Palau, que según el auto de procesamiento, oculta la financiación ilegal del partido en el poder en Cataluña. Un debate estrictamente análogo al que debía producirse al día siguiente en las Cortes de Madrid con el caso Bárcenas. Pues bien, la defensa de sus posiciones respectivas que hicieron ambos presidentes catalán y español (los cito por orden cronológico de intervención) fueron políti-camente idénticas, fundándose en dos cláusulas simétricas.

Primera: descargar todas las responsabilidades políticas y jurídicas sobre el tesorero infiel (Daniel Osácar y Luis Bárcenas), con lo que tanto el partido (colectivamente) como sus líderes (personalmente) quedan exonerados de todo cargo como si estuviesen limpios de polvo y paja. Y segunda: identificar a su propio partido gobernante (CDC y PP) con la comunidad política (Cataluña y España), con lo que exigirle responsabilidades por su financiación ilegal implica poner en peligro a la patria. Lo cual implica recurrir al estado de excepción o necesidad (al estilo Carl Schmitt), suspendiendo la primera norma democrática (la accountability o exigencia de responsabilidades) por su presunto riesgo para el fin supremo: la nation building en el caso de Mas, y la estabilización económica en el de Rajoy. Un paralelismo muy curioso, dada la actual deriva secesionista, pero que revela la tendencia de los partidos conservadores a encubrir sus vergüenzas inconfesables bajo el manto absolutorio del patriotismo indulgente.

Pero la peor amenaza para el futuro de España no es la desestabilización del Gobierno, sino la persistencia de la impunidad política de una clase dirigente habituada a la corrupción. Lo único respetable del discurso de Rajoy del jueves pasado fue su propuesta de un plan de regeneración democrática y lucha contra la corrupción. El problema es que su forma de proponerlo anula cualquier posibilidad de futura realización. Y ello por dos razones. La primera es que, para que su propuesta fuera creíble, debería haber partido del reconocimiento previo de la corrupción interna de su partido. Y la segunda es que, al romper relaciones con la oposición, anuló toda esperanza de alcanzar el consenso necesario para que dicha regeneración resulte viable.

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