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Columna
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Políticos y jueces

Allí donde impera una judicialización de la política se produce de forma casi inevitable una politización de lo judicial

Fernando Vallespín

Nuestra política nacional se parece cada día más a una pura crónica de tribunales. Son tantos los casos de corrupción, hay tanto sumario abierto, que cualquier novedad en los más destacados de ellos acaba monopolizando los titulares. El resultado es una creciente judicialización de la política, que ha trasladado la atención desde lo que debería ser su foco natural, el Parlamento, a los juzgados. Incluso el poder ejecutivo encuentra dificultades para que los ministros alcancen alguna visibilidad frente a los omnipresentes jueces. La mayoría de nuestros ciudadanos los conocen ya más que a muchos ministros. ¿No son más populares la juez Alaya, Ruz, Silva o Castro, por mencionar a algunos de los que ahora están en el candelero, que muchos miembros del Gobierno? Con la diferencia, además, de que su omnipresencia se ve potenciada por la necesidad de acompañar su acción a través de imágenes. Conocemos su instrucción y les ponemos cara, los “personalizamos”. El sombrero de Gómez Bermúdez o la inevitable maletita de Alaya se han convertido ya en iconos de nuestra vida pública.

Una de las consecuencias de este protagonismo judicial es que el tempo de la política democrática, tradicionalmente lineal, está dando paso al predominio de un tempo cíclico. En democracia el tiempo se mide por la continua sucesión de legislaturas, que avanzan una detrás de otra y en las que los ritmos de lo político se sujetan generalmente a las iniciativas de los actores políticos. Ahora toda la política ha comenzando a seguir otros ritmos, los propios de los sumarios judiciales. Todo avance en una instrucción vuelve a reverdecer cada uno de los casos, que irrumpen una y otra vez en el escenario de la política siguiendo su propia lógica, siempre ajena a los momentos electorales y sin verse afectada por las estrategias de los partidos. Para horror de estos, retornan, con tozuda obstinación, al centro de la atención mediática. Y el hecho de que nuestra vida procesal no se caracterice precisamente por la celeridad, hace que cada uno de los casos se hayan convertido en parte de nuestra cotidianeidad, que no consigamos desprendernos de ellos en años. Por seguir con un ejemplo cercano, el caso de los ERE de Andalucía reproduce, implacable, el ritmo de las estaciones, tan bien representadas por las imágenes de los diferentes modelos de temporada de su jueza titular.

Si los políticos limpiaran su casa, no tendrían por qué temer que otros tuvieran que hacerlo.

Como ya sabemos, allí donde impera una judicialización de la política se produce de forma casi inevitable una politización de lo judicial. La lectura que se hace de sus autos se enfrenta casi al instante a una crítica de tipo político, como acaba de ocurrir con la juez Alaya, a la que se adscriben intereses torticeros en sus nuevas imputaciones. Pero, sobre todo, el haber elegido el momento más dañino posible para hacerlo público, dos días después de abrirse la sucesión de Griñán. No tengo elementos para pensar que haya algo de razón en esto. Como hemos dicho, política y sumarios judiciales siguen tempos distintos. Pero, en todo caso, el escándalo de los ERE no es una invención, como tampoco lo es el caso Bárcenas, cuya primera instrucción fue calificada al momento como una “causa general contra el partido popular”. Y si los jueces se sobrepasaran en sus actuaciones, en nuestro sistema judicial hay las suficientes garantías como para buscarles enmienda. Lo acabamos de ver en el caso Blesa. No, aquí no reside el problema. Se puede criticar a los jueces por esta o aquella actuación, pero que se haga mediante razones jurídicas, no políticas. Las actuaciones judiciales no son una forma de oposición paralela a la que caracteriza al tradicional juego democrático; del mismo modo que no pueden verse como meras “opiniones” que se emiten frente a un caso; ni su intencionalidad es subvertir los intereses de un determinado partido. Es inevitable pensar que la atención que muchos de estos jueces acaparan no vaya a influir en darle a sus casos un giro u otro, pero su acción estará siempre limitada por las disciplinas de la racionalidad jurídica.

Si el mundo judicial capta tanto interés político no es por un capricho de los jueces, sino por el objeto enjuiciado. En un país donde hay más de un millar de sumarios abiertos por corrupción, el protagonismo de los jueces es ridículo comparado con lo que verdaderamente importa, la propia responsabilidad de los políticos en este desaguisado, y en la carencia por parte de los partidos de verdaderos protocolos de actuación y asunción de responsabilidades políticas cada vez que salta un escándalo. Si ellos limpiaran su casa, no tendrían por qué temer que otros tuvieran que hacerlo.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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