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Columna
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Fiesta de las Fuerzas Armadas

Veníamos del Día de la Victoria con su desfile anual por la Castellana, a partir del primero celebrado el 19 de mayo de 1939, tercer año triunfal, algo más de mes y medio después del último parte de guerra fechado el 1 de abril en el Cuartel General de Burgos. Un texto que rezaba: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas Nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”. De modo que aparece derrotado el Ejército rojo y victoriosas las tropas Nacionales, con un juego de denominaciones y mayúsculas desconcertante. Se declaraba terminada la guerra, pero para que estallara la paz reconciliadora tuvieron que pasar 40 años. Así que, muerto Franco y una vez encaminados hacia la concordia y la recuperación de las libertades que se plasmarían en la Constitución de 1978, resultaba improrrogable seguir celebrando el desfile de la Victoria de unos porque era el de la Derrota de otros.

Teníamos por delante la tarea de edificar un nuevo orgullo en el que todos pudieran coincidir, cuya exaltación a nadie humillara. Por eso, a iniciativa del entonces ministro de Defensa, Manuel Gutiérrez Mellado, y a propuesta del Gobierno, previa deliberación del Consejo de Ministros, el 12 de mayo de 1978 se adoptó un real decreto por el que se instituía entre las fiestas de carácter nacional una dedicada a las Fuerzas Armadas, en coincidencia con la conmemoración del rey Fernando III, El Santo, en el entorno del 30 de mayo. Su celebración buscaba contribuir a “una cálida y verdadera integración del pueblo español con sus Ejércitos y el logro de una difusión lo más amplia posible de su adiestramiento”. El preámbulo consideraba que sería la ocasión más adecuada para un homenaje a la bandera, símbolo de su unidad y de la plena convivencia, que habría de encabezar la institución militar sobre la que recae, señalaba el texto, de manera fundamental y permanente su custodia y defensa, así como la rendición de honores cuando procede.

El paso de los años suaviza los perfiles y las dificultades, pero aquella iniciativa de Gutiérrez Mellado llena de coherencia incluía, como todas las que inducían un cambio simbólico y de lealtades de las Fuerzas Armadas, dosis de inteligencia y temple para evitar susceptibilidades en quienes habían sido formados en la adhesión a los valores franquistas y recibido la extemporánea misión de ser la atadura que garantizara la perennidad de aquel sistema por encima de la voluntad de los españoles. Porque aquellos Ejércitos, en vez de ser un factor de nuestra Defensa, formaban parte de la amenaza nacional. Estaban concebidos como recurso instrumental para impedir la recuperación de nuestras libertades y el logro de un sistema democrático, bloqueado por las Leyes Fundamentales y los Principios del Movimiento.

Salvo fallos de memoria, por primera vez, desde 1978, el Día de las Fuerzas Armadas se ha celebrado sin la preceptiva solemne “parada militar” que fija el real decreto mencionado. Se redujo al escueto homenaje a la bandera y a quienes dieron su vida obedeciendo en los Ejércitos. Porque honrarles constituye un deber de gratitud y un motivo de estímulo para quienes sirven en filas, como señalan las Reales Ordenanzas. Ese mismo código, en su artículo 11, declara que la disciplina, factor de cohesión que obliga a todos por igual, será practicada y exigida como norma de actuación. Y añade que “tiene su expresión colectiva en el acatamiento a la Constitución, a la que la Institución Militar está subordinada”. Queda así cerrada la puerta a los salvapatrias. Frente a quienes impugnan el artículo octavo de la Constitución, veamos que su texto se limita a declarar que las Fuerzas Armadas están constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire. Declaración que excluye a la Guardia Civil, a la Policía Nacional y a las demás fuerzas de seguridad, lo cual supone la desmilitarización del orden público. También dicho artículo les asigna la misión de garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. Pero qué sea la soberanía, la independencia o la integridad corresponde definirlo al Parlamento y no a la Escuela Superior del Ejército.

Impensable la supresión del desfile del 14 de julio en París. Pero imaginemos la tangana que habría montado el PP si hubiera sido un Gobierno socialista el que hubiera suprimido la parada militar. En todo caso, celebremos la ausencia de llamaradas de nacionalismo españolista. La actitud flemática mostrada el 12 de octubre y el sábado pasado ha evitado suministrar pretextos a quienes desearían verse como víctimas amenazadas. El libro de los vicios, de Adam Soboczynski (Editorial Anagrama), puede ayudarnos. Continuará.

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