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Tribuna
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Breve historia de la austeridad

Una reforma política podría revivir la idea de futuro y dar impulso psicológico a la sociedad

Josep Ramoneda

La austeridad es una palabra con aura de virtud. Una persona austera es, según el diccionario, una persona seria, ajustada a las normas de la moral, sobria, sencilla, sin alardes. También es una palabra asociada al sufrimiento: mortificación de los sentidos y de las pasiones. Ambas acepciones están presentes cada vez que se recurre a la austeridad para justificar unas políticas de recortes presupuestarios masivos y de revocación de derechos y servicios adquiridos. La doble connotación —virtud y sufrimiento— sirve para dar a estas políticas una aureola de moralidad pública y, al mismo tiempo, para preparar a la ciudadanía para pasarlo mal. Vienen tiempos difíciles, pero no hay otro remedio, tenemos que recuperar la virtud perdida. Esto es lo que nos están diciendo desde 2010 con el discurso de las políticas de austeridad. La significación de las palabras se conforma con su utilización en el lenguaje y su repetición masiva.

Las políticas de austeridad llegan siempre después de periodos en que, desde los mismos lugares en que ahora se apela al rigor y a la virtud, se ha estado invitando al consumo sin límites. En una sociedad acelerada, en la que se vive con el síndrome de que no dedicamos el tiempo que merece a cada cosa (y especialmente a la relación con los demás), como dice Baumann “la acción de vaciar la billetera o usar la tarjeta de crédito toma el lugar del olvido de sí y del sacrificio personal que exige la responsabilidad moral por el Otro”. De pronto la orden cambió brutalmente: del consumo a la austeridad. El impacto produjo inicialmente desconcierto, miedo y sumisión. El ciudadano cuyo dinero era objeto permanente del deseo de los bancos y del comercio, de pronto se sintió acusado de irresponsable y despilfarrador, condenado a pagar por sus excesos. Los que le seducían con increíbles propuestas, le dejaban sin crédito y le mandaban parar. En el colmo del discurso de la culpa, aparece el argumento de la herencia: nosotros hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y el resultado es que hipotecamos la vida de nuestros nietos. Esta es la historia reciente de la ideología de la austeridad, con la que se viene disponiendo del personal. Poco a poco, la ciudadanía va recuperando la voz, a medida que las políticas de austeridad van sembrando el paisaje de injusticias flagrantes. Habrá que recordar a Husserl, cuando, ante otra crisis europea, apelaba a la razón para resistir a la barbarie. Donde dice barbarie, pongamos disparate.

La razón despierta y cada vez son más los que advierten que el camino conduce a ninguna parte. Lo cual tiene un efecto revelador. La canciller Angela Merkel, portadora del estandarte de la austeridad, fustigadora de los ciudadanos del sur, en un momento de debilidad, entrega las llaves del discurso de la virtud: “Todo el mundo habla de austeridad”, dice, “que suena como algo malvado, pero yo lo llamo equilibrar el presupuesto”. De pronto, la austeridad pasa de ser una exigencia moral a una técnica. Probablemente, Angela Merkel ha entendido que, en la medida en que la conciencia ciudadana despertaba, si el debate discurría por el terreno de los principios morales llevaba las de perder.

Angela Merkel se coloca por primera vez a la defensiva. Pero la austeridad no cesa. Mariano Rajoy prepara el terreno para que los ciudadanos acepten un nuevo envite de recortes y sacrificios, con uno de estos ejercicios de ambigüedad calculada con los que tan a menudo los que gobiernan expresan su desdén para con los ciudadanos. Anuncia nuevas reducciones presupuestarias, pero también dice que no quiere subir impuestos, salvo que las previsiones exijan lo contrario. Como las previsiones son malas, la conclusión es fácil: recortes en temas sensibles en los próximos días (pensiones, seguro de desempleo) y más impuestos en pocos meses. Y todo ello en un país exhausto en lo económico y en lo político, que ha dejado de lado el mantenimiento básico —el año pasado la inversión pública cayó el 41%— y que tiene paralizada la ineludible reforma política con la coartada de que la prioridad está en la economía.

Nunca un país ha hecho grandes cambios en tiempos de bonanza. Es cuando las cosas no funcionan cuando se entiende la necesidad de modificarlas. Una reforma política en este momento podría revivir la idea de futuro y dar impulso psicológico a la sociedad para desbloquear las energías paralizadas por la tormenta ideológica de la austeridad y su fracaso práctico. Es lo que la ciudadanía está empezando a exigir. Y exigirá cada vez más, ante el clima de asfixia de un país estancado, vapuleado por la austeridad.

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