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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La soledad del columnista (Homenaje a A. Camus)

Hemos llegado a hacer natural hasta la irritación por la larga ristra de escándalos de corrupción

Fernando Vallespín

Cuando le toca volver a escribir, hay que imaginar al columnista político español abrumado por su tarea. Es un parásito de la realidad que contempla. Vive de observarla y reproducirla selectivamente. Se sabe dueño de un poder extraordinario: el tener la capacidad de enmarcarla, valorarla, dotarla de algún sentido. No es un mero observador que refleja lo que ocurre; también es actor en la medida en que sus pronunciamientos sobre ella contribuyen a “construirla”, a crear opinión, a llamar a la acción. Hoy, sin embargo, está triste y compungido. Ya no siente su poder prometeico, parece haber caído más bien bajo el signo de Sísifo. No es capaz de despejar la sensación de que, una y otra vez, diga lo que diga, reproduce siempre la misma columna. Está harto de moralizar, de buscar siempre un punto de esperanza para la colectividad a la que pertenece y que de forma más o menos consciente quiere contribuir a regenerar mediante su crítica. Ya ni siquiera le ayuda la ironía, ese bálsamo con el que en tantas ocasiones supo distanciarse para volver otra vez a la carga. Casi empieza a mascar lo absurdo de su empeño.

¿En qué nuevo escándalo posar hoy la mirada? ¿De qué nueva miseria puede ocuparse; contra quién toca ahora apuntar; qué es lo que toca defender o criticar de nuevo? Nuestro columnista contempla la realidad y esta le devuelve más de lo mismo. Es como trabajar en un hospital, rodeado de enfermos. En su caso, de una vida social y política cuyos tumores tiene que escudriñar al detalle y que han hecho metástasis por todo el cuerpo. Puede que ahí resida la principal fuente de su malestar, en no poder solazarse con algo menos escabroso. Envidia a sus compañeros de otras partes del periódico. Ellos al menos pueden frivolizar o cambiar de temas. Incluso los de economía tienen a veces alguna buena noticia a su alcance o algún comentario edificante que aportar. En política nacional en cambio impera el desierto, todo es seco e inhóspito. Cualquier cosa que diga será evaluada, además, también a partir del único criterio que parece importar, su aportación a una u otra parte en conflicto. Lo quiera o no, al final contribuirá a alimentar el partidismo, a la propia facción, ese “monstruo incomparable, preferible a todo”, como Malraux calificara al yo.

Una idea comienza a hacérsele obsesiva. Lo que ocurre, piensa, es que hemos convertido lo excepcional en un modo de vida cotidiano. Llevamos ya tanto tiempo en situación de excepción que este estado de cosas ha devenido en un aspecto de la normalidad. Los conflictos provocados por la crisis se han ritualizado. Las quejas, soflamas, opiniones son ya parte del paisaje acostumbrado. Se acude a la manifestación como quien se va de compras. Por su pura omnipresencia, hemos llegado a naturalizar hasta la irritación por la interminable ristra de los escándalos de corrupción.

Sin embargo, a pesar de tanta desazón por esta cotidianización de lo excepcional, es bien consciente de que no todo está perdido, que hay algún avance aquí y allá: en la movilización contra los desahucios, en la defensa de determinados derechos, en la nueva toma de conciencia de las fallas de nuestro sistema político, en el desvelamiento de todas las prácticas sociales y políticas que nos han conducido hasta donde estamos. No, no es el momento de tirar la toalla. Frente a su impaciencia recuerda las palabras de Judith Butler: “La tarea de la crítica requiere del paciente y laborioso trabajo del rumiar de la vaca”. ¡Rumiemos! No hay que conformarse ni sucumbir a la desesperanza. Cada uno en su trinchera. Puede que todavía no hayamos conseguido ver resultados palpables, pero aún serían menores si nos hubiéramos dejado llevar. “Me rebelo, luego somos”, decía Camus, de quien este año celebramos el centenario de su nacimiento. Su cogito, la fuente de la certidumbre del sujeto, la traslada del “yo pienso” al “yo me rebelo”, al grito que une a cada cual en la protesta frente al absurdo, la opresión y la injusticia. Y hoy, a pesar de todo, nos sobran motivos para seguir manteniendo vivo ese mensaje, para no abandonarnos a una pasiva aceptación de lo existente.

El columnista acaba de tomar conciencia de que no está solo. Vuelve a recuperar el sentido de su tarea, su posición en la cadena que lo vincula a los demás. Por parafrasear la máxima con la que Camus finaliza El mito de Sísifo, hay que imaginar que el columnista es feliz.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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