_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Proximidad

La incapacidad de comunicarse con la ciudadanía afecta a todas las formaciones políticas

Enrique Gil Calvo

Cada vez está más claro que el síndrome que aqueja a nuestra clase política, y que podría acabar por desahuciarla como ocurre en Italia, es lo que cabría llamar su autismo civil. Me refiero a su déficit de proximidad social, a su incapacidad de comunicarse con la ciudadanía, a su falta de empatía por cuanto ocurre en la calle, a su indiferente desprecio por los problemas cotidianos de la gente, como si unos y otros, políticos y ciudadanos, viviéramos en ajenos mundos aparte, separados por un alejamiento extremadamente distante. Los síntomas del síndrome autista proliferan en todas las formaciones políticas, y así a vuela pluma cabe citar la obsesión catalanista por la autodeterminación mientras los servicios públicos catalanes se acercan al desguace y la incapacidad socialista por detectar la indignación popular que despiertan sus cacicadas (como la de comprarse una alcaldía ofendiendo la sensibilidad femenina), por no hablar de la venalidad de los funcionarios de partido (casos Bárcenas y Barcina) mientras las clases populares comparten la miseria decretada por la austeridad.

Pero hoy deseo destacar otras dos muestras extremas de este déficit político de atención a la ciudadanía. La primera es minoritaria pero muy significativa, pues afecta a la insensibilidad demostrada por nuestros políticos con los desahucios de viviendas familiares. Resulta literalmente escandaloso que haya tenido que ser el Tribunal Europeo de Justicia quien detecte la cotidiana violación de derechos que sufrían los ciudadanos más humildes, al verse expulsados de sus propios hogares por la demanda usurera de un burócrata bancario. Es la banalidad del mal en estado puro. Pues bien, hasta que los magistrados de Luxemburgo no han tomado cartas en el asunto, los distintos Gobiernos españoles no se habían dignado prestar atención a semejante ignominia. Tanto es así que tuvo que ser la propia red de víctimas del desahucio (la PAH), tras acometer la titánica tarea de reunir un millón y medio de firmas de ciudadanos de a pie concertados con la inestimable ayuda de las redes del 15-M, la que forzase al Parlamento español a admitir a trámite una iniciativa legislativa popular (ILP). Pero no nos engañemos, pues es tal el desprecio que demuestra nuestra casta política por la ciudadanía de a pie que cabe imaginar el poco caso que hubiera hecho el partido en el poder de semejante ILP. Menos mal que ahora la sentencia europea le obligará a rectificar.

Pero la mayor muestra de este déficit de atención a la ciudadanía, pues afecta a la totalidad de los españoles, se esconde en las tripas de la proyectada reforma de la ley de Régimen Local. En otra ocasión me referí antes a este proyecto de ley, del que me aventuré a ponderar dos expectativas que parecían prometedoras: su tramitación por consenso entre todas las partes (Gobierno, oposición y Ayuntamientos) y su federalización de la intervención municipal (para evitar la corrupción del caciquismo local). Pero desde que se avanzó el proyecto definitivo mis esperanzas se han visto más que defraudadas, pues el consenso ha estallado en discordias irreconciliables y en cuanto a la intervención municipal tampoco se sabe muy bien cómo quedará, por lo que cabría temerse que continuará todo igual. Ahora bien, lo malo no es eso, pues hay algo que resulta mucho peor todavía. Me refiero a que semejante proyecto anula la política de proximidad.

Desde su origen absolutista y autoritario, las administraciones públicas han tendido a aislarse con soberbia soberana de la ciudadanía, a la que se relegaba al otro lado de la ventanilla burocrática. Y la única administración que gobernaba en régimen de proximidad cercana a la ciudadanía era la municipal, que además de estar dirigida por políticos extraídos del vecindario prestaba buena parte de los servicios públicos de protección social, especialmente la enseñanza obligatoria y los servicios sociales. Pues bien, con la excusa de racionalizar y reducir el gasto público, el Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas parece decidido a expropiar a los Ayuntamientos sus servicios de proximidad para concedérselos a las Diputaciones y a las comunidades autónomas, que así tendrán una excusa añadida para privatizarlos.

¡Qué error más inmenso! Si lo que se deseaba era clarificar la demarcación de las competencias locales para evitar duplicidades, separando las propias (municipales) de las impropias (autonómicas), se tendría que haber hecho al revés: descentralizar la prestación de los servicios para transferirlos desde las distantes comunidades autónomas hasta la escala local de mayor proximidad social. Pues de no hacerse así, si se priva a los ciudadanos de los servicios públicos de proximidad, la democracia española se volverá aún más distante y se deslegitimará todavía más.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_